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Revista digital
OPINION
21.07.2016

EL FLUJO DE LOS DERECHOS HUMANOS

Por Daniel E. HERRENDORF
Hay una fisura inmensa que ha partido en dos el curso de los derechos fundamentales y las garantías. Esa grieta se produjo entre el final del siglo XX y el inicio del siglo XXI.

LA INFLACIÓN NORMATIVA

En las décadas del 80 y el 90 hubo una enorme polución y generación normativa relativa a los derechos humanos. El mundo entero celebró convenciones, pactos internaciones, protocolos facultativos, pactos intergubernamentales, tratados interregionales, etc.

Así nacieron, por ejemplo, las convenciones por todos conocidas; la ONU, la OEA y sus agentes expertos iniciaron una labor extenuante de difusión y promoción de sus tratados; se crearon tribunales internacionales e interregionales; se replicaron los tratados esenciales sobre derechos fundamentales en todos los bloques regionales del mundo y las naciones intentaron, en mayor o menor medida, legislar -como si se tratara de una moda- sobre derechos humanos: se legisló sobre las mujeres, los niños, los ancianos, la libertad de expresión, la migración, las garantías judiciales, etc.

Ese afiebrado fervor legislativo que nos llenó a todos de una gran algarabía y dispersó vanas esperanzas y promesas de paraísos de ficción era más hijo de su tiempo que de sus padres. El precedente inmediato eran las décadas del 60 y del 70, época de un módico y prudente bienestar en la cual los jóvenes parecían seguir el consejo expresado por San Agustín respecto de las cosas materiales, y recuperado por San Francisco de Asís 700 años después: “Desea poco, y lo poco que desees, deséalo poco”, despreciando los objetos suntuarios, la ropa de moda, la decoración innecesaria del cuerpo y del ambiente humano, la rumbosa vida burguesa, y el conformismo de los líderes tradicionales con sus vidas predecibles.

Aquella época fue descripta muy apropiadamente por Michel Foucault y Giles Deleuze; veníamos de dos horribles guerras mundiales y de una sociedad estructurada que aquellos teóricos llamaron “la sociedad del encierro”; se había vivido encerrado en alguna parte: primero en la familia (“compórtate”), después en la escuela (“edúcate”), en el ejército (“sé un hombre”), en la fábrica o la empresa (“ya no estás en casa”), y de ser preciso en el hospicio o en la cárcel. Todos lugares de encierro tanto centrales como periféricos, que conformaban un gran panóptico, descripto magistralmente por Norberto Bobbio.

 

LAS REVUELTAS HACIA LA SOCIEDAD ABIERTA

Con las revueltas del Mayo Francés replicadas en todo el mundo, esas estructuras se cayeron como cae el sol en un crepúsculo rápido. Hacia los 80 comenzó a regir la sociedad fluyente, una sociedad abierta que explicó Karl Popper en su obra “La Sociedad abierta y sus enemigos” sin prever, acaso por el ínsito optimismo kantiano del epistemólogo, que finalmente triunfarían los enemigos.

Se trató de una sociedad sedienta de justicia y espiritualidad; las dictaduras latinoamericanas iniciaron su decrepitud; comenzó el movimiento legislativo de los derechos humanos ya señalado; también se subió al escenario la sociedad civil con organizaciones no gubernamentales y fundaciones libres. Se registró una gran espiritualidad, al menos en las intenciones: la busca del psicoanálisis, el yoga, la meditación, la sinalogía; todo indicaba una sociedad fluyente capaz de interpelarse a sí misma hasta encontrarse.

Fue también la época de los grandes movimientos ecológicos y humanitarios, con predominio de la benevolencia y la proximidad; las mujeres interrumpieron el transcurso masculino del poder; también se discutía sobre migrantes, el calentamiento global, el desarme nuclear, la libertad sexual y religiosa y el derecho a tener un proyecto autorreferente de vida.

También hubo una suave invitación cultural a un nuevo renacimiento hacia los clásicos expresado en las obras del Paul Feyerabend (“¿Por qué no Platón?”) y “Más Platón y menos Prozac” de Lou Marinoff, cuyo mejor acierto sea probablemente su título y nada más, con lo cual ya es suficiente.

Sin embargo, los últimos 20 años del siglo pasado exhibieron, al mismo tiempo que sus luces, su horrible reverso y paradoja. Como toda moneda, como el dios Jano, fue una época bifronte que habló mucho de libertad para especular con ella. Al mismo tiempo que la sociedad civil jugaba inocente y alegremente con los derrumbados ladrillos del Muro de Berlín, se formaba la coalición ultraconservadora más atávica y preconciliar que conoció la época; se trato de la espantosa “revolución conservadora” impulsada por el “reagan-tatcherismo”, una política que detuvo el progreso social y el derecho humanitario. A la sombra de esa política mundial nació el neologismo ridículo de neoliberalismo, como si la libertad estuviera vinculada con sistemas diseñados para destruir el sector público.

El desmoronamiento ético y social de la época fue descripto por Francis Fukuyama en “El fin de la historia”, y admirablemente por Vivianne Forrester: “El fin del trabajo” y “El horror económico”. En suma, habían regresado los dueños del dinero a recuperar -a garrotazos- aquello que el constitucionalismo social, desde el afamado New Deal, había cedido con toda justicia en beneficio del derecho de los pueblos.

 

LA TRISTÍSIMA MAÑANA

El “reagan-tatcherismo” y sus hijos -legítimos y bastardos- coincidió con la revolución cibernética, que permitió el advenimiento del capitalismo tecnológico: una era deshumanizada, en la cual no se emplea la tecnología para la dicha y mejoramiento de la vida de los pueblos, sino para perfeccionar los modos de explotación laboral.

El siglo XX se desmayó viviendo su propia caricatura. Así estábamos, con nuestra larga caterva de espléndidos derechos declarados -muchas veces declarados- y a un tiempo sometidos al oprobio económico.

En vano el optimismo de Forsthoff y de García Pelayo que habían descripto formas diversas de “procuración existencial” para todos los pueblos -así la llamaron-; en vano las luchas sociales del inocente socialismo democrático y el anarquismo que había logrado derechos sociales para todos; en vano el constitucionalismo social.

Todos sabemos que el siglo XXI comenzó en una tristísima mañana de un 11 de septiembre, con el sospechoso y nunca del todo esclarecido atentado contra las Torres Gemelas de New York; el ataque contra la potencia más poderosa del mundo coincidió con un hecho biográfico deleznable.

A veces parece que la Historia no sabe lo que hace. El hecho era que gobernaba los Estados Unidos el que sin duda fue el presidente más inepto en toda la historia de la Unión Americana, George Bush hijo. A la saga de un discurso ensordecedor sobre la seguridad nacionalidad, el Capitolio sancionó la “Patriotic act” o ley patriótica, que en realidad legisló y rigió para todo el planeta: detenciones “legales” en secreto, torturas permitidas, invasión de naciones enteras con pérdidas nunca estipuladas en sangre inocente.

Comenzó así el gobierno de los sistemas de inteligencia, que perduran hoy. El mundo próspero comenzó a gastar más de 500 mil millones de dólares anuales en el negocio de la guerra, que consiste en la compra masiva de armas y energía, transfiriendo así el dinero público a los fabricantes de herramientas para el exterminio. El pueblo paga con su dinero su propio hundimiento.

Se entiende así por qué vivimos narcotizados. Los jóvenes de hoy no quieren vivir en plenitud, o disfrutar del sosiego del amor, o jugarse a cara cruz por un ideal libertario o una vocación artística: quieren tener dinero, y tener dinero no garantiza ninguna otra cosa más que tener dinero. Parece que el dilema de Erich Fromm planteado en su libro “Tener o ser” ha sido tristemente resuelto.

He intentado describir los últimos 50 años con sus gozos y sus sombras -a la manera de G. Torrente Ballester- para tratar de entender por qué -después de una evolución tan grande de los derechos humanos- el panorama actual es tan desolado. Aquellos polvos han traído estos lodos.

Todo está escrito: los tratados, los pactos, los protocolos; todo está declarado: los derechos, las garantías, los principios; todo está dicho en la mejor doctrina y está normado. Y sin embargo no hemos logrado hasta el momento poner en marcha los derechos humanos.

No se entiende por qué no se aplica el derecho internacional que agotadoramente aseguran los tratados; la puesta en marcha de aquellos fabulosos derechos quedó estancada en una estéril discusión entre jueces, abogados y juristas relativas al control del derecho convencional.

El derecho procesal -es decir, la mera burocracia de los procedimientos rutinarios- se devoró al derecho de fondo que garantizaba la dignidad de las personas.

 

 El triunfo cultural del fascismo

 ¿Pero por qué sucedió ese acto histórico del cinismo? Si verificamos los hechos actuales relativos a los derechos humanos podemos encontrar una respuesta en la filosofía de la Historia, y no en la historia de la Filosofía. Ya muy entrado en el siglo XXI el mundo exhibe la distancia más grande nunca vista entre ricos y pobres; con 7.000 millones de habitantes, el planeta produce alimentos para 6 mundos, pero sólo se satisfacen las necesidades básicas del 20 por ciento de la población; la contaminación del aire y las aguas van a ponernos de rodillas en un par de décadas, cuando la verdadera guerra se libre por un vasito de agua potable; nunca antes como ahora hubo tal cantidad de migrantes, desplazados, descartados y desechables; la ONU debió crear un nuevo concepto de pobreza para poder calificar la miseria moderna, calificándola como “miseria indescriptible”; los fanatismos y fundamentalismos ganan la guerra espiritual y terrenal.

Sin embargo, las agendas políticas están puestas en estimular el crecimiento de los más ricos, aplicar planes de ajuste a los más pobres, reducir los salarios mínimos, las pensiones y jubilaciones, aumentar la presión fiscal y dejar a los desclasados a la intemperie.

Aquí nos encontramos con el fenómeno de la filosofía de la Historia que podría ser la llave maestra que nos muestre el porqué de tanta desidia. La única explicación posible es que las guerras militares del siglo XX fueron ganadas por las democracias, pero la guerra cultural la ganó el fascismo nazi.

Secretamente, seguimos odiando al prójimo como si nos quitara algo. Eso explica el crecimiento de partidos neonazis en Europa -actualmente con casi un 30 por ciento de representación parlamentaria, y en ascenso-, la islamofobia, la xenofobia en América y en Europa, todos viejos conocidos.

La Historia es una vez más el calidoscopio de Schopenhauer: los dibujos son distintos pero los pedacitos son siempre los mismos.

 

 El jardinero fiel

Escribió Verlaine que un hombre que cuida su jardín también está salvando el mundo. Con pequeños actos podemos poner en marcha la serie de las infinitas cosas. Nadie sabe qué sombras arrojará la vida que edifica. Quien entendió este proceso fue Baudrillard, que -siguiendo a Ciorán- expresó que nunca se sabrá por qué el tardío repique de una campana de plomo en el lejano oriente puede dar comienzo a un terremoto en occidente, es decir, jamás entendemos cuál es la verdadera causa del efecto.

Narrar la historia es fascinante, y vivirla es angustiante. La historia: porque es vasta y real, por eso nos alarma.