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Revista digital
OPINIÓN
15.01.2019

LA PROTESTA SOCIAL, EL MUNDO DEL TRABAJO Y LA CONVIVENCIA DEMOCRÁTICA.

Por Jorge “Quito” Aragón y Renato L. Vannelli Viel
El ensayo que presentamos reúne un conjunto de ideas que, aún en proceso de elaboración, intenta reflejar una mirada más abarcativa que la de una visión jurídica tradicional sobre la aparición de los trabajadores de la economía popular, que pujan por su reconocimiento ciudadano como nuevo sujeto social en la actual reconfiguración del sistema capitalista.

PALABRAS A MODO DE INTRODUCCIÓN

Se pretende analizar una serie de conflictos surgidos a partir de su irrupción en el mundo del trabajo y en el seno de la convivencia democrática.

En especial, se enfoca en la constitución identitaria de sus organizaciones y en las metodologías de lucha que utilizan para lograr su reconocimiento y hacer efectivos sus derechos, reclamos y demandas de inclusión en el sistema.

En ese sentido, se trata de llamar la atención sobre la derivación de un conflicto que interpela a la política y su transferencia al sistema judicial que, con su intervención punitiva, se convierte en una herramienta funcional al impedimento de la materialización, realización y garantía del ejercicio de los derechos sociales, económicos y culturales. Se convierte en un obstáculo a la ampliación de ciudadanía real.  

El trabajo intenta plantear una actuación distinta del sistema judicial en el proceso de tramitación de estos conflictos, con el objeto de que su labor sea valorada por promover el diálogo y la respuesta de las agencias políticas a los reclamos, disminuyendo niveles de violencia y promoviendo el avance de derechos.

Cabe destacar, por último, las distintas formas de protesta social, que ponen en tensión la colisión de derechos a partir de un acto de fuerza que ocupa el espacio público, como el corte de calles; no es nueva, ni tampoco es exclusiva de los trabajadores de la economía popular. Como método es y fue utilizada por otros actores sociales con otras demandas y reclamos (cacerolazos, interrupción de suministro eléctrico, reclamos por hechos de inseguridad, despidos, falta de recolección de residuos, inundaciones, etc.).

Sin dejar de advertir esta circunstancia, en lo que sigue trataremos en forma particular el fenómeno de la judicialización de la protesta social en el proceso de consolidación ciudadana de estos nuevos trabajadores de la economía popular; pero a la vez las reflexiones generales sobre la validez y el reconocimiento constitucional del derecho a la protesta social que se formulan a su respecto -independientemente de la causa que lo origine-, pueden servir para abarcar a otro tipo de reclamos o demandas que utilizan el mismo canal de expresión y colisionan o tensionan otros derechos. 

IDENTIDAD Y CIUDADANÍA EN LA ERA DEL CAPITALISMO TARDÍO

Todos los modelos socio-históricos contienen en su seno contradicciones. Frente a nuevos fenómenos surgen conflictos novedosos y pujas de intereses que interpelan su propia constitución.

La primera respuesta del poder imperante frente a la irrupción conflictual es reactiva. Los sistemas de poder tienden a cerrarse en sí mismos, a estabilizarse, a no reconocer ni permitir problemas, a mantenerse inmóviles, estáticos, para intentar neutralizar, eliminar o suspender cualquier cambio o variación.

En la actualidad convivimos en un mundo hostil que se mantiene en permanente crisis, en emergencia constante. La globalización y la circulación sin fronteras del capital reconfiguran el mapa de las relaciones sociales y afectan al conjunto de categorías conceptuales tradicionales, a partir del surgimiento de nuevos conflictos que, si bien mantienen su anclaje histórico, asumen nuevas modalidades en la era del capitalismo tardío o posmoderno.

Esta reconfiguración del mundo, que continúa sosteniendo al contrato social como fundamento jurídico y sociológico legitimador del consenso y de las relaciones entre los ciudadanos y la autoridad estatal (siempre subordinadas al servicio del capital), presenta un nuevo escenario conflictual generado por los reclamos por la ampliación de ciudadanía, cuyos orígenes se remontan a la desarticulación del estado benefactor incluyente.

El discurso dominante en este escenario ya no se plantea como proyecto posible que toda la población mundial pueda vivir con estándares mínimos de satisfacción de sus derechos, en un plano de igualdad material y formal.

Por el contrario, se consolida un sistema excluyente que genera y estructura la pobreza, se desentiende de la creación de empleos y margina cada vez a más personas de la integración en la sociedad democrática. Convierte a vastos sectores sociales en descartables, inempleables, innecesarios.

Este proceso fragmenta, pone en crisis y diluye las identidades tradicionales que durante el siglo XX se construyeron a partir de la relación entre trabajo y capital con el Estado como mediador en la división social del trabajo y en la distribución de la renta.

La reacción a las consecuencias generadas por este “descarte”, intentan ser contenidas por un discurso que tiende al conformismo generalizado. En cierta forma, la lógica predominante de este libreto acepta las cosas como se dan, invalidan y desechan cualquier alternativa al modelo, legitiman las relaciones de poder existentes, pretende consolidarlas y reproducirlas, como lo hace cualquier sistema hegemónico.

Sin embargo, es este propio modelo el que promueve en el individuo una sensación de inconformismo. Paradojalmente, él mismo introyecta la cultura de lo efímero, de lo líquido, de la obsolescencia, de la necesidad de lo inmediato. Se generan deseos y expectativas que en general no pueden alcanzarse, o que apenas alcanzadas vuelven a sumergir al individuo en el vacío, la inestabilidad y la incertidumbre que acarrean la carencia de una identidad sólida y compartida que permita construir un lugar de pertenencia válido y reconocido en la aldea global.

En la construcción de identidades dimensionadas históricamente intervienen varios factores que van desde lo jurídico-político hasta lo cultural, pasando por lo económico. Las identidades reflejan situaciones determinadas de sus integrantes en las relaciones de poder.

Se sitúan en el campo de la interacción social, de las luchas simbólicas, de las negociaciones y peleas por los espacios; se ubican en un mundo en el que ya no hay espacios vacíos y en el que el reclamo por la tierra, por el reconocimiento ciudadano, por la dignidad y la satisfacción de derechos básicos, o por el salario justo, siguen constituyendo una suerte de “reparación histórica”.

El mercado define hoy en gran medida las distintas identidades, a través de las relaciones que se dan en la producción de bienes y servicios y, sobre todo, en las relaciones y posibilidades de consumo de éstos. Estas identidades, vinculadas al consumo, no se definen por las diferencias o preferencias, sino por las desigualdades de acceso al trabajo formal y a condiciones dignas de vida.

La consolidación hegemónica de regulación del mercado y la retirada, cada más visible, del Estado como intermediador de las relaciones sociales, transformaron la distinción clásica entre lo público y lo privado; en consecuencia, se ha puesto en crisis también el concepto de ciudadanía.

La categoría conceptual de “ciudadano” intenta ser remplazada por la de “consumidor”. 

Al convertir al individuo en ciudadano, se desprende al sujeto abstracto de sus características diferenciales individuales; como contrapartida se lo inviste de una serie de derechos determinados para nivelarlos (igualdad). Es decir, la ciudadanía tiende a la inclusión social de todos los sujetos diferentes, que participan políticamente de la cuestión común, propia de espacio público.

En este sentido, podría llegar a decirse que “ser ciudadano” posibilita, en cierta forma, el proceso emancipatorio. Evidentemente el paradigma intenta ser modificado al producirse una virtual “clientelización del ciudadano”.

En una sociedad democrática que pretende ser autónoma debe haber una distinción entre esfera pública y privada.

Los griegos tenían ya esta distinción, y establecían un canal de comunicación entre ambos llamado ágora. En esta tercera esfera opera el diálogo, la cooperación y la concesión.  En la sociedad posmoderna ese ágora está siendo atacado por una tendencia totalitaria, con ella se intenta volver superfluos a los individuos, descartables como seres con sus propias motivaciones, ideas, preferencias y sueños.

El objetivo de este ataque no pretende que los seres humanos no piensen, sino que se considere al pensamiento impotente, irrelevante, carente de toda consecuencia frente al poder. El dinamismo del consumo y los nuevos dispositivos de control del ocio y el tiempo libre pretenden transformar prácticamente en autómatas a hombres y mujeres. No se les ofrecen espacios para debatir, pensar, reclamar y ser escuchados.

En este marco la inestabilidad de la identidad ciudadana ha desplazado en cierto modo las verdaderas causas de la angustia que atraviesan los seres humanos -inseguridad personal e incertidumbre global-, hacia el terreno de la protección privada, con su consiguiente restricción de derechos. La idea de libertad abrazada por el pensamiento moderno, que planteaba la posibilidad de que cada sujeto armase su proyecto existencial según sus valores e ideas, se ve obstaculizada y neutralizada por la preocupación de mantener la posición que se ocupa y evitar ser desplazado para no caer en el descarte del sistema.

El estado puramente liberal se muestra incapaz de dar respuesta a los muchos problemas planteados por el actual sistema capitalista financiero trasnacional y su voracidad imparable. La vida actual, subordinada a la autonomía del mercado, implica una existencia incierta, inauténtica. El trabajo, la educación, la seguridad pública, la familia, los beneficios jubilatorios, la gratuidad de la salud, las relaciones sociales que cada uno tiene en este momento, carecen de solidez y estabilidad.

La dirigencia política parece impotente frente a la incertidumbre que provoca esta nueva realidad y se refugia en las prácticas burocráticas que le son conocidas. Existe una tendencia en quienes gobiernan a encontrar explicaciones y remedios en la zona próxima al terreno conocido de la experiencia cotidiana, del sentido común. Se intenta sólo emparchar la coyuntura más inmediata, sin poner en cuestión el sistema imperante y la nueva conflictividad que lo interpela.

Esta tendencia se inclina por desviar la profunda angustia que genera la dinámica excluyente, depositándola en la preocupación por la falta de protección de lo poco que unos poseen y que, se ve amenazada por “los otros”, aquellos que están aún peor, que tienen todavía menos.

Esta concepción ideológica, en definitiva, pretende instalar un consenso construido a partir de un control social diseñado al servicio de los sectores poderosos y de sus administradores del Estado.

Se crean artificialmente situaciones de peligro e inseguridad que se proyectan a partir de la generación de supuestos “enemigos” funcionales a aquel poder, con el objeto de reafirmar una identidad ciudadana abstracta y vacía de contenido emancipador, con refuerzo de todo tipo de prejuicios negativos y segregacionistas. Esta técnica genera una ficción de identidad ciudadana que se ve amenazada por aquellos que perdieron condición de ciudadanos al haber sido excluidos, descartados por el sistema. Por lo tanto, y en consecuencia, se les teme y controla. Se configura de esta forma la estigmatización del pobre, el indigente, el inmigrante, el refugiado, “el piquetero”, “el fierita”, “el planero”, “el subsidiado”…

Sobre estos sujetos marginados, estereotipados, temidos y perseguidos, que bregan por reinsertarse en el sistema como ciudadanos con iguales derechos, se dirige el control social para consolidar las posiciones dominantes y mantenerlos en el límite de lo social, al final de la fila y siempre en alerta para ser neutralizados.

 

CRISIS DE EMPLEO, NUEVOS TRABAJADORES Y SUS FORMAS DE ORGANIZACIÓN

Liberada de las riendas soberanas de la regulación de los estados nacionales, la rápida globalización y la creciente economía concentrada y transnacionalizada producen brechas cada vez más grandes entre los sectores más ricos y los más pobres de la población mundial, con la exageración de un mundo en el que el 1% de la humanidad controla tanta riqueza como el 99% restante. Además, hay segmentos cada vez más grandes de la población que no sólo se ven arrojados a una vida de pobreza, miseria y destrucción, sino que también son expulsados de todo lo socialmente reconocido como trabajo útil y económicamente racional, de modo tal que se convierten en prescindibles, tanto en lo social como en lo económico.

Los avances tecnológicos y las nuevas formas de producción en la era del posindustrialismo, presentaban en sus comienzos un panorama “agradable”, ya que aparecía como una promesa de mejoramiento de las condiciones de vida, que señalaría el inicio de una nueva era en la historia, una etapa en la que el ser humano quedaría liberado de la larga vida de esfuerzos y tareas físicas y mentales repetitivas, para disfrutar del ocio, el esparcimiento y la potenciación de sus capacidades creativas. Nada de esto se cumplió. El tiempo de trabajo no se ha reducido, ni su naturaleza capitalista explotadora ha sido transformada.

Sin embargo, hay una nueva realidad mundial con menos empleo o, mejor dicho, menos personas empleables en el circuito formal de la economía. La máxima capitalista de producir más al menor costo ha tenido resultado. Hoy se requieren muchos menos operarios para la producción que en el siglo pasado y el volumen productivo es mucho mayor.

En la nueva era del capital, la división social del trabajo clásica ya no ofrece un mapa completo de la cuestión social, a pesar de lo cual, individualmente las personas siguen pensándose y constituyéndose bajo la idea del trabajo. El trabajo les caracteriza, forma, clasifica, sumerge en el gran tejido de las relaciones sociales. En suma, el trabajo los identifica; les da un grupo de pertenencia, les asigna roles, le da sentido a la realidad cotidiana, forma una etapa central en el proceso de socialización. La vida, en la cultura occidental, está pensada desde y por el trabajo; horarios, quehaceres, esparcimiento, ambientes, sueño, descanso; quedan delimitados según el trabajo. Por último, toda posibilidad de subsistencia también depende del trabajo.

Del fenómeno empleo-desempleo se saltó en la actualidad al de inclusión-exclusión, en el marco de un mundo globalizado. Se asiste así a un cambio de paradigma que invierte el proceso histórico de integración social a través del empleo asalariado, del trabajo puesto al servicio de otro. La dinámica del capital deja al margen de la relación laboral tradicional a un creciente número de personas. Y ese proceso se acelera aún más en la actual fase del sistema, en el que cada vez existen más trabajadores sin trabajo y, en simultáneo, más trabajadores pobres.

Este proceso provocó que un sector de la población que se mantuviera permanentemente en el ámbito de la economía informal, autogenerando distintas actividades laborales como sostén económico y familiar. A este sector se lo ha caracterizado como el de los sujetos “no empleables” por el sistema tradicional, obligados a recurrir a distintas estrategias innovadoras para subsistir.

Ante este proceso, que parece profundizarse en los últimos años, cada vez son más los trabajadores que desarrollan tareas al margen de la relación laboral clásica e intentan reinsertarse organizadamente en el sistema ciudadano, a partir del desarrollo de la denominada “Economía Popular”.

Este proceso de reinserción bajo nueva identidad se ve afectado por la dificultad en el acceso a servicios básicos propios de la dimensión social y que hacen al libre ejercicio de sus derechos en tanto ciudadanos, tales como la salud, la educación, la vivienda, la seguridad social, las prestaciones sociales básicas, y tantos otros que, desde mediados del Siglo XX, como conquistas sociales, políticas y gremiales formaban parte del bagaje del conjunto de trabajadoras y trabajadores argentinos.

Estos nuevos actores sociales luchan para ser incluidos como una nueva categoría en el mundo del trabajo, su existencia abre una discusión sobre las definiciones que expliquen su incorporación y reconocimiento en la dinámica del capitalismo globalizado. A partir de sus prácticas interpelan la división social del trabajo tradicional y pujan por correr sus límites, organizándose como nuevos trabajadores que no responden al modelo clásico.

El primer desafío que se plantea este nuevo sujeto organizado se presenta en la disputa por el reconocimiento de su carácter de trabajadores no reconocidos ni contemplados en la legislación laboral vigente. Para ello, se vieron en la necesidad de reconocerse así mismos como tales para asociarse y, de esta manera, exigir dicho reconocimiento por el resto de la sociedad para consagrarlo en las regulaciones e instituciones prexistentes.

Un hito en este proceso de autoreconocimiento fue el desarrollo y constitución de los movimientos piqueteros que, a partir de sus prácticas iniciales de protesta reivindicativa de los trabajadores desocupados, se orientaron a constituirse en organizaciones sociales que luchan por el reconocimiento institucional de los trabajadores de la economía popular como sujetos de derecho. Aquellos que desplazados y excluidos de la relación laboral clásica del trabajador asalariado con patrón, encontraron la manera de autogestionarse sus propios trabajos.

A partir de la reivindicación y de la lucha este sector durante la década de 1990 -neoliberalismo imperante mediante-, estas identidades desclasadas se fueron uniendo y generaron sus propias y novedosas formas de organización colectiva, que siguen en permanente construcción con organizativos y de representatividad cada vez más solidos, dando saltos superadores hacia la consecución de sus objetivos.

En una primera etapa los logros de estas organizaciones se obtuvieron en el terreno de las políticas sociales (planes sociales o subsidios, mercadería y alimentos para comedores y merenderos, ayuda a la formación de cooperativas, créditos y subsidios para emprendimientos productivos, etc.). Sin embargo, el reclamo de fondo siempre fue y sigue siendo el reconocimiento de sus integrantes como trabajadores, tensionando y poniendo en cuestión a las instituciones vigentes y a la regulación legal existente.

Interpelan y demandan una nueva relación con el Estado y reclaman la construcción de marcos regulatorios específicos para esta nueva economía que permitan equiparar  derechos a los que corresponden a los trabajores asalariados formales.

La lucha por el reconocimiento de sus derechos genera nuevos conflictos que se asimilan y valoran socialmente. La asunción colectiva y consciente de la condición de trabajadores que crean su propio trabajo y que se asocian para ser reconocidos con los mismos derechos que el resto de los trabajadores, resulta disruptiva a los ojos del sistema que primero los excluyó y luego pulsa por neutralizar sus ambiciones.

La visión jurídica tradicional se muestra incapaz de dar respuesta a la exclusión económica y social generada por el capital financiero. Los derechos adquiridos en contextos de ampliación de ciudadanía, en los que la correlación de fuerzas fue favorable a los sectores populares, deben replantearse y extenderse, en etapas en que la desigualdad y la exclusión constituyen una realidad cotidiana que, además, se vale de los límites del derecho positivo para ejercer su hegemonía.

El mejor ejemplo de asimilación jurídica de nuevos derechos vinculados con la cuestión social en la Argentina corresponde, sin dudas, al período peronista que, promediando el siglo XX, incorporó a numerosos sectores de la población, hasta esos momentos marginados, en ciudadanos con derechos. El reconocimiento del movimiento obrero y del trabajador como sujeto central de la vida democrática, y su incorporación estable dentro de los márgenes de participación política activa, no fue instantáneo, ni pacífico; sino producto de años de lucha.

El peronismo, a partir de una correlación de fuerzas favorable para los sectores populares que representó, pudo recoger el legado de las peleas promovidas por tradiciones precedentes, para constituirse en una expresión política representativa de los trabajadores y, en una experiencia histórica de la lucha del pueblo argentino por su emancipación.

Este movimiento popular supo y pudo ampliar los márgenes de ciudadanía real para incluir a los trabajadores a través de las conquistas obtenidas que, originadas primigeniamente en la necesidad, gracias a la lucha se convirtieron luego en derechos, bajo el paradigma de una “comunidad organizada” que se desarrolla a la par que sus integrantes, un proceso coronado con la sanción de una Constitución social que reconoció al trabajador como sujeto central de este modelo.  

Los niveles de conciencia popular y ciudadana alcanzados en esa etapa subsisten en el imaginario colectivo, y se encarnaron en el registro identitario del pueblo argentino -tanto la figura del trabajador con derechos reconocidos como la del movimiento político que lo instaló en la esfera ciudadana-, pese a los reiterados ataques reactivos de los que fueron objeto como la derogación por bando militar de una Constitución sancionada en democracia, los bombardeos a la población civil, el exilio forzado de su lider, la persecución y el encarcelamientos de sus militantes y dirigentes, la proscripción política de sus herramientas electorales y gremiales, los fusilamientos, las torturas, las ejecuciones sin proceso, las desapariciones forzadas y otras atrocidades. 

A diferencia de aquel período en el estadio actual de la correlación de fuerzas la lucha que carateriza a esta nueva forma de organización gremial es ante todo reivindicativa, con objetivos específicos e inmediatos que redunden en el mejoramiento de las condiciones materiales de existencia los sujetos representados, adquiriendo en este proceso particular importancia entre sus demandas que no se persiga y criminalice a sus integrantes en el marco de las luchas llevadas adelante para ampliar y obtener el reconocimiento ciudadano.

La demanda de los sectores de la economía popular pone de manifiesto un conflicto democrático y constitucional caracterizado por la puja de un espacio de reconocimiento y ampliación de derechos.

Se trata de fenómenos que involucran a: agricultores familiares y campesinos que resisten el desalojo de sus tierras; cartoneros que luchan por dignificar su lugar en la cadena de recuperación de residuos urbanos; vendedores ambulantes y feriantes que resisten los intentos policiales y judiciales de expulsión de las vías públicas, plazas y medios de transporte junto a la confiscación de sus mercaderías. A ellos se suman las demandas de trapitos, cuida-coches, artesanos, trabajadores de limpieza, textiles, motoqueros, cooperativistas, trabajadores de fábricas recuperadas, músicos callejeros y muchos otros grupos que pelean por establecerse en el espacio urbano y en la interacción productiva, comercial, de servicios, cultural, de género, etc...

Al asociarse colectivamente para ser reconocidos e incluidos con iguales derechos, pujan y confrontan con el paradigma excluyente neoliberal clásico, son refractarios a la lógica de organización al servicio del capital y, como no responden a la representación sindical clásica, no pueden recurrir a la huelga como herramienta de presión. Por este motivo, las herramientas para hacer valer sus derechos adquieren otros formatos, entre ellos se destacan la recuperación de los medios de trabajo y de vida, los cortes de calle, la ocupación del espacio público con acampes y ollas populares y, sobre todo, la movilización.

Una característica central de estos formatos es la irrupción en el espacio público para la visualización de los reclamos, la presión sobre las autoridades y la consecuente obtención de respuestas al conflicto subyacente, interpelando al gobierno y a la sociedad en su conjunto.

La protesta social nace en la necesidad de reconocimiento e inclusión. La ocupación de la calle, en este contexto, instala un conflicto emergente de la lucha por los derechos.

 

LA DISPUTA POR EL ESPACIO PÚBLICO: LA PROTESTA SOCIAL Y LA CRÍTICA AL DISCURSO PUNITIVISTA

Así como las transformaciones económicas y sociales generaron identidades fragmentadas por el mercado de trabajo tradicional, estas nuevas identidades generaron nuevas formas de organización para los trabajadores de la economía popular, que asumieron formas de resistencia y lucha que le son propias, aunque no exclusivas. Se produjo una mutación de la huelga, primero al piquete y luego a la protesta social con ocupación transitoria del espacio público. Es decir, diferentes formas de tomar la calle.

Su multiplicación cuantitativa, frente al avance del proceso de exclusión social que se dio en los primeros años de este siglo, llevó a la clase gobernante a adoptar medidas que se desarrollaron en dos niveles de actuación: uno positivo de contención y otro negativo de expulsión.

Por un lado, se generaron estrategias de contención de la pobreza, (distribución masiva de planes sociales y asistencia alimentaria tanto para la población afectada y para las organizaciones que la representan); por otro, se utilizó el aparato represivo para correr a los afectados del espacio público e impedir su ocupación, recurriendo a la criminalización de los grupos sociales más movilizados.

Se operó, en este segundo nivel, un traspaso en la tramitación del conflicto que plantea la protesta social, como manifestación del derecho de libertad de expresión y de peticionar ante las autoridades, del campo de la intervención política al campo de la prohibición y regulación del derecho; del sistema de gobierno representativo al sistema judicial.

La criminalización de la protesta se ha orientado fundamentalmente a impedir la perturbación y ocupación del espacio público. Jueces y fiscales han actuado de oficio en las manifestaciones y ocupaciones de la calle por parte de las distintas organizaciones sociales, echando mano a la teoría de la colisión de derechos y utilizando como argumento que no existen derechos ilimitados. Para este pensamiento, la libertad de expresión o el derecho a protestar y peticionar a las autoridades -formalmente reconocidos-, deben ceder ante el bien común y el orden público, cuando el mecanismo de expresión invade, impide o interfiere el ejercicio potencial de otros derechos.

El Estado se valió del derecho penal y contravencional como herramienta de suspensión y neutralización de la conflictividad. Estas ramas jurídicas son las que abordaron y regularon la mayoría de los casos problemáticos que plantea el ejercicio de la protesta social mediante la intervención y ocupación del espacio público.

Se trató el conflicto haciendo blanco en las formas, en las herramientas de protesta y el corte de calles,  sin atender el fondo de las demandas que lo generan. Si se hubiese atendido al contenido, lo lógico hubiese sido que fueran abordados jurídicamente por el derecho laboral y el derecho contencioso administrativo.

Esta tentativa de encarar punitivamente la conflictividad presentada por la protesta social ha tenido una acogida favorable en gran parte de la doctrina jurídica y de la jurisprudencia, que fieles a una tradición bastante conservadora, se pronunció a favor del reproche de los cortes de ruta y postuló la persecución penal de quienes las llevaron adelante, considerándolos, en los casos más extremos, como hechos subversivos.

Junto a las tendencias más reaccionarias, aparecieron discursos más moderados que intentaron distanciarse de estas posiciones, pero también cayeron en la trampa punitiva; pues si bien admitieron como válidas las causas que generan las protestas sociales se pronunciaron -en abstracto- contra la represión de la protesta por parte de las fuerzas de seguridad, y  terminaron invalidando la fuente del reclamo.

Para destrabar este supuesto conflicto de derechos, la respuesta dirigencial más inmediata recurrió entonces a establecer la necesidad de generar una nueva regulación normativa del ejercicio del derecho a la protesta social, dejando siempre latente la judicialización y criminalización ante el incumplimiento de los requisitos  estipulados. 

No es casual entonces que exista en la jurisprudencia argentina una línea de pensamiento predominante que considere a los conflictos sociales como temas propios del derecho penal, soslayando que la vertiente punitiva (criminalizadota) del conflicto solo consigue ocultarlo, suspenderlo en el tiempo, agregando violencia desde el Estado.

A diferencia de estas visiones, consideramos que la construcción normativa resulta emergente de un proceso de interacción complejo que fija de qué manera los individuos entienden los hechos sociales. La norma no funda ni precede a la práctica, sino que, por el contrario, ambas se van construyendo alrededor de un proceso dialéctico entre la acción social y la regulación normativa.

Creemos que el derecho a la protesta con ocupación del espacio público tiene rango constitucional y que no merece ningún tipo de regulación o reglamentación particular invocada en nombre de la perimida argumentación de la inexistencia de derechos absolutos.

La idea de tratar de reglamentar el ejercicio de la protesta social, circunscribiendo su ejercicio al cumplimiento de determinadas pautas normativas, supone subordinar derechos constitucionalmente consagrados a reparos y regulaciones administrativas que se imponen para desnaturalizar el carácter de acto de presión, de acto de fuerza que es propio de este tipo de situaciones.

De esta manera, se corre el eje del reclamo y se desnaturaliza el método de lucha, pues se pierde de vista que la efectividad del mecanismo de reclamo para el cumplimiento de los objetivos por los que fue implementado depende, la mayor parte de las veces, más de las molestias que causa a partir de su demostración de fuerza que del contenido concreto de lo que expresa. El mecanismo es efectivo cuando logra visibilizar el reclamo y provoca que las instituciones gubernamentales intenten darle una respuesta.

El corte de calles por parte de organizaciones sociales, al igual que la huelga sindical, en tanto ejercicios de derechos por vía de actos de fuerza, por definición causan molestias e interfieren transitoriamente el ejercicio regular de otros derechos o provocan algún tipo de daño. Este hecho es el que les fuerza y razón de ser. Si no afectaran a nadie ni causaran molestias, no llamarían la atención y, en consecuencia, no serían tomadas en cuenta.

Las visiones reglamentaristas descriptas se fundamentan en una opinión generalizada, anclada en un sentido común artificial, que advierte y condena “el caos de tránsito que impera en la ciudad de Buenos Aires, en la que no se respetan los derechos a la libre circulación vehicular y peatonal, en la que estas libertades se ven impedidas por “grupos facciosos” de manifestantes que toman autoritariamente la calle”.

La argumentación que sostienen estas posturas es muy objetable, en la medida en que admiten como válidos otros fenómenos que causan las molestias e interferencia de derechos, pero deben ser obligatoriamente soportados.

A modo de ejemplo, las mismas molestias en el tránsito vehicular se admiten cuando se obturan las calles por la ejecución de obras (el estado actual de la ciudad de buenos nos brinda un paisaje representativo de esta cuestión), por la organización de eventos auspiciados por el estado (como las maratones o los juegos olímpicos de la juventud), o por distintos operativos de seguridad (vallando el congreso, tribunal, o cumbres derivadas del G20., por ejemplo).

Según estas concepciones habría que soportar la molestia cuando es impuesta por la autoridad, sin que ello implique un menoscabo de derechos; pero no se admite y resulta criminalizable cuando la molestia o perturbación de estos mismos derechos es causada por la protesta y movilización de ciudadanos pares que reclaman y peticionan por el reconocimiento de sus derechos constitucionales.

La lógica que subyace a los intentos de reglamentar los mecanismos de protesta en el espacio público es propia de una democracia puramente formal que minimiza la participación popular y la reduce a un mero proceso electoral periódico, sin dejar espacio para el ejercicio cotidiano de otros derechos. Sólo toma arbitrariamente un aspecto constitucional, pero vacía de contenido la vigencia sociológica real de una Constitución que consagra el principio de progresividad cuando se pone en juego el reconocimiento de derechos.

Esta noción reducida y limitada de la participación democrática, pierde de vista que la protesta -la toma de la calle-, es un mecanismo que se utiliza agotada la tramitación formal, para desbordar y volver abrir los canales institucionales de diálogo institucional con el poder político, presionando para que actúe y brinde una respuesta al reclamo que la originó.

Funcional a esta lógica reglamentarista de la autoridad conlleva la conversión de un conflicto social a un tema judicial pues pretende ocultar el reclamo originario del conflicto, y sustituirlo por otro de prohibición, transfiriendo la responsabilidad política a la tarea judicial. Se judicializa así el conflicto político y se lo transforma en otra cosa.

De esta forma, la autoridad gubernamental se desentiende del reclamo que origina el conflicto, y convierte el tema en una infracción normativa, invalidando la herramienta de lucha utilizada. La judicialización, empero, genera nuevas protestas contra la criminalización y hace recrudecer el conflicto, generando conflictividades paralelas.

Mediante este mecanismo, estos discursos punitivistas pretenden estigmatizar a los actores que reclaman por sus derechos, identificarlos y etiquetarlos como grupos de delincuentes que toman la calle para sí e impiden al resto ejercer sus derechos. Los posicionan como enemigos y ocultan la legitimidad del reclamo. Construye así la imagen que transmiten y repiten los medios de comunicación masiva con el objetivo de condenar el método de lucha, y con él invalidar los reclamos que le dan origen.

El tratamiento penal de estas expresiones no resulta novedoso. Históricamente se ha recurrido a la criminalización y al derecho penal para castigar las manifestaciones disruptivas de los sujetos sociales que intentan ser incorporados como ciudadanos. Se trató así a todos los condenados de la tierra en cada momento que pulsaron por ampliar espacios de ciudadanía.

Por nuestra parte, entendemos que la disputa por el espacio público y la irrupción en escena de la protesta social, constituyen una de las manifestaciones paradigmáticas de la vida política y que hacen a la esencia democrática, pues el uso del espacio público -la calle- y la protesta están íntimamente vinculadas a la cuestión social y al ejercicio de derechos, inherentes a toda sociedad en la que operan mecanismos de cooperación y conflicto.

Consideramos que el ejercicio del derecho de petición a las autoridades mediante manifestaciones públicas, por más molestias que provoque, debe ser soportado por los integrantes de la comunidad en la que se desarrollan y deben ser atendidos dentro del ámbito institucional que corresponde a su solución.

No resulta prudente ni saludable a la convivencia democrática, intentar abordar el conflicto desde su punición mediante interpretaciones restrictivas del ejercicio de la libertad ciudadana.

En el supuesto bajo análisis, esto es el ejercicio del derecho a la protesta por parte de los trabajadores de la economía popular, creemos que la ocupación transitoria del espacio público se demuestra como un canal conducente y necesario para reclamar y hacer efectiva la defensa de otros derechos que pudieren estar siendo afectados en circunstancias concretas. Se convierte en una herramienta para reclamar por el acceso a los derechos económicos, sociales y culturales, y la ampliación de ciudadanía.

Creemos que el sistema judicial adquiriría otro prestigio, si se acercara a esta problemática desde una mirada distinta a la punitiva. Si se pusiera atención al verdadero conflicto de fondo, podría constituirse en un canal constructor de diálogo en el juego de los intereses democráticos, evitando de esta manera las trampas que el sistema de representación gubernamental le tiende al transferirle el abordaje penal del conflicto. De esta manera, podría velar por el cumplimiento y ampliación de los derechos sociales, económicos y culturales, que forman parte de nuestro bloque constitucional y como tal pone al sistema de justicia como garante de su ejercicio, satisfacción y reconocimiento. En definitiva, colocaría al sistema judicial del lado del más débil que pelea por sus derechos.

         

CONSIDERACIONES FINALES (A MODO DE SÍNTESIS)

Cuando la praxis política se aleja del poder, cuando el poder del derecho como regulador, los sistemas sociales configuran la injusticia. Alcanzar sociedades más justas, con respeto por las diferencias individuales y rechazo de las desigualdades sociales, en la etapa actual del capitalismo parecen metas cada vez más alejadas  o directamente inalcanzables.                               

Es necesario sostener que el crecimiento económico no puede desvincularse del desarrollo humano y de la supresión de las trabas que obstaculizan el camino hacia una humanidad más libre, creativa y menos alienada. 

Ni las coyunturas adversas, ni cualquier posible fracaso anterior en intentos de esas características deben llevar al abandono de ese Norte. En definitiva, se trata de ideas, de una concepción global que apunta al mejoramiento de las condiciones de vida en el planeta.

La irrupción de movimientos y organizaciones que representan una nueva identidad de los trabajadores como son los de la economía popular es saludable para el sistema democrático, pues pone en tensión la hegemonía excluyente y lucha por la ampliación de los márgenes de ciudadanía en el actual estado del capitalismo y los ensancha hasta abarcar a los trabajadores a los que el mercado no ofrece trabajo y terminan por inventar sus propias actividades. En la Argentina  menos que el 30% y más de la población económicamente activa.

El conflicto es parte de la dinámica social y de la política en las sociedades democráticas. La preservación de los espacios de protesta social es fundamental para la realización del derecho al desarrollo; es fundamental en la lucha por la emancipación del ser humano y se traduce en los esfuerzos colectivos por conquistar el reconocimiento ciudadano. En definitiva, el derecho siempre es parte de la política, por lo tanto, esta lucha se traduce en una política de preservación de la vida digna en una sociedad democrática.

La protesta social como fenómeno en general y como mecanismo de lucha particular motiva reflexiones y genera problemáticas que exceden el marco abstracto de las frías palabras de la ley positiva, además de convocar al  replanteo del sistema constitucional de regulación de las relaciones sociales en la democracia participativa.

Los formatos de actuación y tramitación que presentan estos conflictos deben conducir a un enfoque distinto por parte del sistema judicial cuando es llamado a intervenir. Un ejemplo de esa postura sería el de la respuesta institucional ante la ocupación transitoria del espacio público de esos nuevos trabajadores de la economía popular, que expresen su protesta social por el reconocimiento de iguales derechos que los asalariados formales, es decir con el mismo estatus de ciudadanía.

En los sectores dirigentes que hoy están al mando de la administración del estado predomina la tendencia a tratar de expulsar del ámbito de la política a todos aquellos conflictos que interpelan la estructura misma del sistema capitalista para evitar ocuparse en su solución efectiva. Se intenta encubrir y soslayar las verdaderas demandas bajo un ropaje diferente, que pone el énfasis en las formas de expresarlo para poder delegar su resolución al sistema judicial; de esta manera se transforma el ejercicio de un derecho que se reclama en un delito o una contravención.

El sistema judicial, la mayoría de las veces, asume una función que le es impuesta por el sistema y admite etiquetar con figuras que le delegan, enfrentando al conflicto generador de protesta desde la visión punitiva, desnaturalizando los derechos que subyacen a la conflictividad.

Este mecanismo de abordaje no sólo no responde a las demandas originales, sino que además genera conflictos adyacentes a partir de su intervención penal, incorporando mayores niveles de violencia.

La tarea del sistema judicial, al ser convocado a intervenir en ese tipo de conflictos, debiera ser la de su devolución -reconstruido normativamente-, al ámbito de resolución al que pertenece, haciendo retroceder aquel traspaso implícito. Un conflicto sólo puede resolverse cuando se respeta su esencia y no al dotarlo de una naturaleza artificial, ni al sacarlo de su ámbito propio; fuera de él nunca va a encontrar una solución.

Esta labor de intermediación en la lucha por los derechos prestigiaría al sistema judicial si lograse desmontar la operatoria a través de la cual se intenta neutralizar o suspender el conflicto para evitar su abordaje. 

Se consagraría, de ese modo, un modelo de intervención en defensa de los derechos de los más débiles, de los que pujan por el cumplimiento y satisfacción de sus derechos y, en simultaneo, se posicionaría al sistema judicial como un canal operador del diálogo. Asó se obligaría a las autoridades e instituciones gubernamentales a escuchar demandas y reclamos, y por tanto obligarlas a la implementación de respuestas y soluciones a los conflictos planteados.  

En definitiva, este modelo de actuación judicial ante los conflictos sociales que subyacen a los mecanismos de protesta instalaría públicamente al sistema como interlocutor entre el ciudadano y el Estado, en defensa de la garantía de los derechos. Su actuación en este marco lo volvería a involucrar en la lucha por los derechos, en el avance del estado constitucional de derecho y en el proceso de reconocimiento ciudadano que amplía nuestra democracia.

 

* Jorge “Quito” Aragón, ex legislador porteño, actual Jefe de Departamento del Programa de Intervención en la Conflictividad Social del M.P.D. Renato L. Vannelli Viel, secretario letrado.