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Revista digital
OPINIÓN
04.09.2020

LA PANDEMIA DEL COVID-19: AMENAZAS Y OPORTUNIDADES EN LOS SERVICIOS DE SALUD

Por María Graciela García / Martín De Lellis
Los autores de esta nota analizaron en profundidad para Pensar JusBaires el desarrollo y la atención brindada a la pandemia causada por el COVID 19, rescataron el valor de roles fundamentales en los efectores de salud, y dejaron planteada una serie de interrogantes sobre las consecuencias que dejará en los seres humanos y la vida cotidiana de la humanidad en general.

Ya nadie puede objetar que la pandemia por COVID-19 se ha constituido en la más grave crisis sanitaria del presente siglo, por la magnitud de daños y porque ha puesto al borde del colapso a la mayoría de las instituciones y servicios preparados para cuidar la salud y mejorar el bienestar de las personas. Como toda crisis, la pandemia ha generado amenazas, pero también, inesperadas oportunidades. 

El 31 de diciembre de 2019, autoridades sanitarias de la ciudad de Wuhan (China) informaron a la Organización Mundial de la Salud sobre un grupo de casos de una neumonía con etiología desconocida. El 9 de enero de 2020, el Centro Chino para el Control y la Prevención de Enfermedades identificó un nuevo coronavirus como el agente causante de este brote, denominado internacionalmente como “COVID-19”. 

Poco más tarde se produjo en dicha región un foco epidémico de esta patología, cuya contagiosidad y letalidad resultaba muy superior a la de una gripe estacional común y con un potencial de propagación que podía poner a todo el sistema de salud fuera de control.

Con cierta perplejidad, aprendimos que el virus no reconocía barreras: atacaba por igual a todas las personas, aunque algunos subgrupos presentaban mayor vulnerabilidad; así, los ancianos, los hombres y quienes no tenían acceso a servicios de salud resultaban mucho más afectados que los jóvenes, las mujeres o quienes sí podían disponer de cobertura y acceso a servicios. 

De pronto la enfermedad, convertida en pandemia, produjo un estremecimiento universal: todos los humanos nos descubrimos frágiles ante la enfermedad y la muerte. Cobró actualidad una consigna utilizada durante la pandemia del SIDA y que decía “todos somos portadores”, ya que no solo puso de relieve nuestra vulnerabilidad esencial sino también la importancia de no discriminar a quienes, cual chivos expiatorios, suelen adjudicársele en estas ocasiones toda suerte de males y amenazas. 

Además de un saldo infrecuente de víctimas la pandemia se ha convertido, como ha dicho Ignacio Ramonet en plena cuarentena, en un hecho social total, capaz de desplomar la economía mundial y conmocionar a la totalidad de actores, instituciones y valores.

La amenaza que conlleva para la salud pública mundial ha obligado a una acción concertada, y así fue como la OMS declaró la emergencia internacional, considerando que se trata de una crisis grave, repentina, inusual e inesperada que afecta la salud de un gran conglomerado de personas. 

Ante esta crisis, los Estados han ensayado respuestas diversas, que oscilaron entre medidas colectivas de aislamiento con fuerte regulación social, o bien omitir toda acción pública que pudiera interferir con las libertades de circulación o el normal desarrollo de la vida social. En estos últimos países se ha confiado en el efecto rebaño, es decir en la inmunización de un número suficiente de personas para que el virus pierda contagiosidad y disminuya finalmente la propagación. 

El tiempo dirá, finalmente, cuál de las estrategias ha resultado más eficaz, pero hasta la fecha los países que adoptaron medidas más estrictas de control y aislamiento han reportado indicadores notablemente mejores que aquellos que no lo han hecho, y esto independientemente del nivel de riqueza y bienestar material de los países comparados.

En Argentina, y tras detectarse el primer caso, la cuestión de la pandemia se ubicó de forma precoz en la agenda pública y, consiguientemente, en la agenda de los poderes públicos. El apoyo brindado por expertos, autoridades de la OMS y figuras de renombre público contribuyeron a jerarquizar el problema y a concitar cada vez más preocupación en los distintos sectores de la sociedad. 

La visibilidad que tuvieron medidas tales como los controles sobre los viajeros que arribaban desde países en los que existía circulación comunitaria del virus y el aislamiento de quienes se presumía contacto con portadores fue seguida de una creciente aceptación social. 

Tras un período de subestimación inicial, el Poder Ejecutivo Nacional adoptó medidas de excepción: mediante sucesivos decretos estableció la emergencia sanitaria y de aislamiento social, preventivo y obligatorio para contener la transmisión del virus, que se ha ido prorrogando conforme se analiza la evolución que sigue la pandemia. Excepto aquellas actividades juzgadas esenciales, la medida oficial comprendió a todos los residentes que habitan el territorio nacional y, si bien se localizaron protestas opositoras por las restricciones a la circulación social y a las actividades comerciales, las medidas gozaron de un amplio consenso entre las autoridades jurisdiccionales. 

Una de las cuestiones centrales que se han considerado en el debate público a propósito de la crisis es si el sistema de salud argentino cuenta con la capacidad suficiente para atender las explosivas demandas asistenciales producidas por el COVID-19. Argentina siempre representó, en el concierto de los países latinoamericanos, una nación que dispone de una red de servicios públicos y privados con aceptable capacidad para atender los problemas de salud que afectan a la población, pero, tras largos años de desinversión pública, la fragilidad que hoy exhiben los servicios han generado preguntas acuciantes: ¿serán capaces los hospitales públicos y/o privados contener la demanda desatada por la propagación del virus? ¿Se dispone de camas suficientes? ¿Existe disponibilidad de respiradores? ¿Están protegidos los trabajadores de la salud y los pacientes que serán atendidos? Estas cuestiones, que estaban reservadas a un pequeño número de expertos sanitaristas, comenzaron a plantearse ante tamaña decisión pública, expuesta en los medios masivos de comunicación y reproducida en las conversaciones más íntimas. 

Independientemente de las respuestas que pueden darse a tales cuestiones, y que variarán según las distintas regiones del país, pusieron en evidencia todas las limitaciones del modelo biomédico tradicional para afrontar la pandemia, demandando respuestas que eviten el colapso y terminen pagándose en vidas las debilidades o errores del sistema.

Nuevos roles, antes devaluados y poco visibles, alcanzaron protagonismo en esta circunstancia crítica. De súbito, el elenco gobernante se rodeó de especialistas que han sido redescubiertos por el colectivo social, y contribuyeron en la escena pública a las campañas de educación cuyo objetivo ha sido detener la propagación del virus. 

El infectólogo, empeñado en el estudio y tratamiento de enfermedades transmisibles, que suelen propagarse ante condiciones deficitarias de vida y en situaciones de marginalidad social, ha cobrado un rol preeminente para orientar las políticas públicas de alcance nacional. Tales especialistas nos han alertado sobre el comportamiento y la propagación del virus, sobre las acciones necesarias para su control, sobre la necesidad de cuidarse y/o cuidar al otro, buscar activamente los focos de contagio y realizar el seguimiento preventivo de personas expuestas. Algunos de ellos han insistido acerca de que no sirve contar con un sistema de servicios eficaz de atención si trabajamos sólo como socorristas, rescatando del fondo del río a quienes siguen cayéndose porque no se actúa a tiempo en la prevención de los hechos. 

El epidemiólogo, quien mediante un lenguaje que parece infrecuente en la medicina asesora al poder político informando sobre la evolución de la pandemia, el control de los grupos de riesgo o de quienes presentan una vulnerabilidad diferencial. Tales especialistas han informado a los ciudadanos a través de los medios, e indirectamente a través de funcionarios públicos, sobre agregados sociales, determinantes colectivos de la enfermedad, evolución de los casos, circulación comunitaria o zonas geográficas afectadas. Y hemos visto cómo, con una prontitud que sólo podría explicarse por la situación de emergencia, los reportes técnicos, de sofisticada elaboración estadística, pasaron a ser parte esencial de la política comunicacional del gobierno, para justificar técnicamente las decisiones de imponer una cuarentena o establecer lo que se debe y lo que no se debe hacer para frenar la pandemia. 

El enfermero, quien ha sido históricamente subalternizado por la hegemonía médica y devaluado técnicamente por su trato con enfermos y dolientes, cuya presencia cálida y humana ha sido siempre esencial para socorrer al enfermo, o un bálsamo ante quienes se hallan próximos a morir en los hospicios. En una retórica con tintes bélicos, el enfermero/a, cobró categoría de héroe, y pasó a ser “quien trabaja en la trinchera”, “quien da su vida por la causa de la salud”, quien libra “una batalla sin armas” ante un maligno “enemigo invisible”. Y, también, a través de los MMC, nos llegaron las noticias de aquellos enfermeros mártires que, no pudiendo soportar el stress asociado a la impotencia y el desgaste más extremo, optaron por quitarse la vida. 

El personal de apoyo sanitario -camilleros, choferes de ambulancia, administrativos, personal de mantenimiento, jardineros-, quienes cumplen un rol indispensable en la crisis, para realizar los traslados oportunos, para lograr que las camas se hallen en condiciones higiénicas, para el empleo de la tecnología necesaria en la emergencia o bien para atender, contener o cuidar a quienes deben ser asistidos. 

Y también se acude a los biólogos, bioquímicos, virólogos (médicos muchos de ellos), cuando se inquiere sobre la invención de una vacuna que de pronto devuelva a los humanos el control ante un factor que ha producido una sensación generalizada de que todo lo sólido puede desvanecerse en el aire. 

Se han debatido en diversos medios los impactos psicológicos y sociales que suelen producir medidas de emergencia y aislamiento tales como las decretadas por el Estado nacional, y que podríamos recobrar en este contexto para pensar acciones actuales y futuras de contención. 

Según las evidencias aportadas por investigaciones mundiales las medidas de aislamiento, si bien necesarias, tienen un innegable impacto sobre la salud mental y sobre los servicios que deben atenderla. En el plano individual aumenta la incertidumbre y el sentimiento de pérdida de control, genera emociones de miedo, frustración, enojo y desorganización psicológica y pueden agudizarse trastornos de ansiedad y/o depresión preexistentes. Se plantea una percepción muy aguda de la urgencia y de las dificultades para afrontarla que requieren ayuda técnica y profesional específica para su alivio, contención o tratamiento. 

Por otra parte se quiebran rutinas organizacionales, se agudizan los problemas vinculares por el régimen de convivencia obligada y pueden reactivarse episodios de violencia o conflictos interpersonales, se fragilizan las redes de apoyo y sostén que son requeridas, en este momento, para afrontar los problemas asociados al aislamiento. 

Todas estas circunstancias plantean potenciales demandas que deben ser afrontadas por los servicios de Salud Mental. El problema central que se plantea aquí es que gran parte de estas instituciones también se ven enfrentadas a una crisis que pone en cuestión todo su andamiaje técnico y organizativo. Las instituciones totales como psiquiátricos, colonias o geriátricos, además de expresar el agotamiento histórico del modelo asilar-tutelar, se constituyeron en el núcleo más irreductible y complejo de transformar por el modo en que se ha encarnado en las representaciones y las prácticas de quienes prestan servicios de salud mental durante muchas décadas de desempeño. Basadas en una respuesta rígida, centralizada y a una escala inhumana, se han convertido en focos potenciales de expansión del virus: se trata de lugares cerrados, con hacinamiento, con déficit en los cuidados de enfermería y serias dificultades para resolver situaciones generales de emergencia clínica. Los pacientes, además, se vuelven vulnerables al impacto de la enfermedad por la elevada edad promedio, déficits cognitivos asociados con la patología o también por los efectos de la institucionalización, que les impide a menudo asumir conductas de cuidado y autocuidado. 

Todas las instituciones, ya sea que brinden servicios ambulatorios, de internación breve o de larga estadía entraron en crisis, porque en situación de cuarentena se profundizaron todas las barreras a la accesibilidad de quienes, aún con graves problemas, no pueden recibir la asistencia requerida. Las barreras a la accesibilidad no sólo se expresan en las dificultades para movilizarse en el transporte vial, sino en el cierre de una gran cantidad de instituciones y servicios públicos o privados para atender en el primer nivel y porque las modalidades alternativas de atención remota, basadas en la tecnología a distancia, suelen cubrir a los sectores que cuentan con mayores recursos económicos y educativos para sostener tales vínculos. 

Las estrategias y modalidades de tratamiento, que se han tratado de impulsar desde hace 10 años con el marco orientador de la LNSM, se han hecho más visibles y necesarias en este momento de crisis pandémica y se han constituido, de hecho, en nuevas oportunidades para la acción.

 

¿Cuáles son estas nuevas oportunidades que hoy se abren? 

Por un lado, la movilización de recursos técnicos ante la emergencia, porque cuando no hay servicios para trasladar a la persona a una guardia, cuando no hay camas disponibles siquiera para una internación aguda o porque acceder a un centro hospitalario aumenta los riesgos de infección y contagio es necesario contener y resolver la crisis allí donde esta se produce. En la atención de estas crisis, es necesario el desarrollo de módulos o unidades de traslado flexibles que faciliten la rápida movilidad para estar presente en los escenarios donde se producen las crisis, tanto subjetivas como grupales. Para responder con eficacia a la crisis, resulta necesario capacitar en primeros auxilios psicológicos al personal que tenga contacto directo con personas que sufren una alteración mental. 

En segundo lugar, la internación y/o el seguimiento domiciliario que, apoyado en las tecnologías de comunicación a distancia que facilitan la atención remota, puedan convertirse en una alternativa real ante la ausencia de camas disponibles y las dificultades para realizar los controles ambulatorios en servicios alejados del domicilio. 

En tercer lugar, la implementación de nuevos dispositivos tales como Centros de Día, Casas Convivenciales, Unidades de tratamiento móvil, CICs, los cuales deben propender a una respuesta accesible, abierta, flexible y a escala humana, que garanticen los sistemas de apoyo y el seguimiento personalizado de los casos a nivel comunitario. Basados en un comportamiento más proactivo de los equipos profesionales, estos dispositivos pueden facilitar una mayor integración a la vida de la comunidad: son ejemplos de una respuesta que, organizada en redes de servicios, puede satisfacer las nuevas demandas de atención. Tales recursos resultan más aptos para promover la integración sectorial con base en el territorio, y así para garantizar accesibilidad y continuidad de cuidados. 

En cuarto lugar, lograr la externación asistida de todas aquellas personas que pudiendo vivir en hogares o centros convivenciales continúan institucionalizados de forma indebida, indeterminada e indefinida en el tiempo. Los procesos de externación asistida, que tienen como objetivo trasladar a pacientes internados en servicios de larga estancia hacia dispositivos habitacionales con un tamaño más reducido y mayor accesibilidad a las redes sociales y comunitarias de los sitios en los que residen las personas, son una de las estrategias que más deben ser impulsadas en el corto y mediano plazo. 

En quinto término, capacitar profesionales en nuevas perspectivas y competencias para trabajar en comunidad, reconocer los determinantes sociales e implementar distintas modalidades de afrontamiento ante crisis como las que hoy sacuden a la sociedad. No es posible seguir encerrados en un modelo restrictivo que, como ha señalado Enrique Saforcada, resulta inviable para abordar situaciones complejas, y es necesario interiorizar un modelo social-expansivo que ofrezca opciones de intervención ante la pandemia en la cual puedan articularse intervenciones sobre los planos individual, grupal, comunitario, o bien en el nivel más general de determinación social. 

Pensar, también, en la integración de los equipos transdisciplinarios de salud que permitan afrontar un objetivo común: atender la urgencia, acompañar, sostener. Se trata de recobrar los avances más importantes desarrollados en los campos de la psicología clínica, la pedagogía, la neurología, el derecho, las ciencias de la rehabilitación, así como todas las instancias de desarrollo científico-técnico que permiten integrar a los servicios especializados que actúan en un establecimiento general de salud. Y en ese sentido, jerarquizar el rol que cumplen los recursos humanos no convencionales como los acompañantes terapéuticos, auxiliares gerontológicos y/u operadores terapéuticos. Estos trabajadores se hallan a menudo precarizados, no son reconocidos legalmente, y asumen tareas que otros profesionales no desean cumplir, deambulando en forma constante por el ámbito doméstico y/o comunitario. Porque aun cuando se hallen subestimados pueden contribuir, de forma coordinada con el resto del equipo, en el diseño, implementación y evaluación de las acciones asistenciales y/o de inclusión social. 

No olvidemos una lección que nos está dejando la pandemia: se necesita una mayor circulación de la información y del poder en la toma de decisiones, porque las situaciones a las que nos enfrentamos mutan de forma permanente, deben ser resueltas en los niveles locales, y se requiere catalizar recursos o posibilidades allí donde se presentan.

En la mayoría de las ocasiones, esto no requiere la concentración del poder ni la decisión hegemónica de un profesional sobre el resto, sino el esfuerzo concertado de distintos trabajadores -profesionales y no profesionales-, para entender cuáles son las situaciones planteadas y las mejores alternativas de decisión. 

Debemos abandonar la idea de que monopolizar la información, y generar barreras para su acceso, pueden servir para el trabajo en territorio, pues cuanto más información circule y mayor sea la disponibilidad de cada uno de sus miembros, el equipo estará mejor preparado para la resolución o bien la derivación en el caso de que la situación acabe por sobrepasarlo. 

Todas estas alternativas de tratamiento desafían al poder médico-hospitalario que suele activarse cuando aparece una demanda específica de atención, están organizados según rígidas jerarquías administrativas que pueden resultar barreras a la hora de resolver situaciones de crisis sanitaria que no tienen parangón con ninguna de las conocidas. 

Hoy nos hallamos ocupados y preocupados por nuestra salud y la de nuestros vínculos más próximos. Nos desvela que, por un desliz o por una actitud de relajada confianza, todos los esfuerzos que hemos hecho por cuidarnos y cuidar a los otros acabe por fracasar. Por ello necesitamos pensar cómo organizar las respuestas en el aquí y ahora de la epidemia, porque cualquier dilación en la respuesta necesaria se cobra con daños muy severos que pueden evitarse. 

Pero también debemos pensar cuál es el escenario post- pandemia, cuando caduque la situación de excepción que hoy mantiene a la sociedad unida en el combate ante un agresor oculto que es capaz de permear, a través del contagio, todas las relaciones sociales y generar un efecto generalizado de miedo al semejante. Si bien hoy no disponemos de la pausa necesaria para pensar y planificar lo que sucederá después, las situaciones que conmueven a personas y familias en su vida cotidiana producirán secuelas que deberán ser atendidas y resueltas. 

¿Qué saldo dejarán en familias y grupos las pérdidas por fallecimiento de seres cercanos ante la imposibilidad de fortalecer el apoyo social que se necesita? ¿Cómo impactará no realizar los rituales necesarios ante la pérdida por las medidas de contingencia? ¿Qué impacto dejará en todos nosotros haber abandonado los vínculos con seres queridos durante todo el tiempo del aislamiento? ¿Cómo trabajar estos procesos grupalmente y, también, en el colectivo social? ¿Qué sucederá con el temor al contacto con el otro, tan arraigado ahora por la amenaza del contagio, pero cuya persistencia pueda amenazar las formas de participación social que hacen a nuestro bienestar y calidad de vida? 

Por la experiencia adquirida durante los trágicos sucesos políticos que vivió el país durante parte de su historia conocemos la importancia de mantener la memoria activa, y que este principio no se desmorone ante la primera adversidad. Porque sólo podemos construir desde un suelo firme si los temas más traumáticos pueden ser escuchados, tratados, elaborados de la forma más lucida y consecuente. 

En las comunidades más vulnerables, donde al problema de la pandemia se suman hoy las dificultades para protegerse de ella, debemos pensar cómo fortalecer el tejido comunitario y así estar preparados ante la eventualidad de una amenaza semejante en un tiempo cercano. En la red de los servicios de salud, pensar cómo deberían integrarse los servicios públicos y privados para no sólo responder a la demanda sino detectar también situaciones e implementar formas de seguimiento que permitan disminuir las barreras a la accesibilidad. 

En síntesis, si no se vigila la propagación del virus, si no actuamos en la prevención y seguimiento comunitario de los casos una vez restablecidos y si no impulsamos los cambios institucionales necesarios habremos perdido otra gran oportunidad para superar los déficits que hoy ya existen en los servicios generales de salud y en los servicios específicos de salud mental. Pero, reconociendo nuestra humana fragilidad ante el sufrimiento, también es necesario prever los recursos que nos permitan dar una respuesta contenedora y reparadora ante problemas que hoy padecemos, cuyo impacto será socialmente visible y duradero después de la epidemia. 

 

*MARIA GRACIELA GARCÍA: Licenciada en Trabajo Social y Psicología. Subsecretaria de Derechos Humanos y Seguridad de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires. Titular de cátedra de la materia “Consumo Problemático de Drogas” en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.

 

** MARTÍN DE LELLIS: Profesor Titular Regular de la Cátedra I de Salud Pública y Mental. Facultad de Psicología (UBA). Consultor en el Área Salud de organismos públicos nacionales (SEDRONAR, MSAL) y agencias internacionales (OIT, UNICEF). Consultor en la Defensoría del Pueblo de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.