CONFLICTOS SOCIALES: NUEVO ESTADO DE LAS COSAS
Asistimos a cambios vertiginosos en diferentes dimensiones, nuestras relaciones interpersonales y colectivas van mutando permanentemente. Posverdades, falsedades políticas, especulaciones y manipulaciones alejan a la sociedad de las élites gobernantes y la desconfianza son algunos de los signos más característicos de la época que transitamos. En sociedades en movimiento: tumulto, manifestaciones, convulsión, se vislumbran disconformidades y un malestar que, a falta de liderazgos que se preocupen y ocupen de las necesidades o expectativas sociales, la insatisfacción deviene en agotamiento y hartazgo que amenazan el orden social y político.
América Latina ostenta la mayor concentración de riqueza y es la región más desigual del mundo. Países altamente endeudados, con presupuestos recortados y una suerte de funcionalidad de muchos gobernantes a la dinámica global imperante, hacen que el estado de las cosas no cambie y crean un escenario de “derechos sitiados”.[1] En definitiva, la exigua movilidad social ascendente, la frustración por la sensación de ausencia de futuro y la desvalorización del crédito de las democracias propician un escenario de agitación social que erosionan y dejan al descubierto las escasas capacidades o voluntades de los Estados para contener o dar respuestas a las múltiples demandas.
En el espacio regional, nacional o local, los conflictos sociales urbanos territoriales han presentado una nueva intensidad, complejidad y cualidad que “desbordan el dispositivo administrativo, jurídico o judicial y, en ocasiones, se transitan con una inusitada violencia por parte de los distintos actores que participan directa o indirectamente en la situación, en condiciones de fuerte asimetría”.[2] Se observa también, “un uso -o abuso- de estas escenas como producto preferencial de los medios de comunicación, cada día con un mayor grado de sofisticación, que puede estimular un clima de intolerancia y violencia social o, por el contrario, discursos e imágenes que confrontan o contradicen el discurso hegemónico”.[3]
En ese marco se han suscitado manifestaciones de acción colectiva con distinto grado de radicalidad en las que subyace la violencia estructural de las desigualdades y con centro en la búsqueda de una sociedad más equitativa. Entre ellas el “reventón social” en Chile (2019) que, más allá del hecho desencadenante, la misma manifestación situó la verdadera cuestión de fondo: “no es por 30 pesos, es por 30 años”, dejando al desnudo que la prosperidad de la economía macro convivía con una brecha de desigualdad en los derechos sociales (salud, educación, vivienda) insostenible. Una represión inusitada dejó un daño humano en el orden de tragedia (400 personas han perdido parcial o totalmente su visión) En caso de Ecuador el aumento del combustible puso en la escena pública el “paquetazo” del Fondo Monetario Internacional, y una convulsión -y represión estatal- generalizada que culminó en un diálogo entre indígenas y el gobierno, el cual fue severamente cuestionado por Rafael Correa por no haber incluido ni todas las voces del conflicto, ni los diversos temas que representaban el nudo de la demanda. La cuestión política institucional de Bolivia con la irrupción militar, provocaron el derrocamiento de Evo Morales, luego de 14 años de gobierno, quemaron la Whipala, esto es, como se dijo: “se cargaron un entramado social político y cultural”; eso simboliza la Whipala. Estas y otras imágenes describen el estado de convulsión en la región, que se detuvo con el COVID-19.
El cuestionamiento o impugnación al sistema de por sí no debe observarse como una cuestión negativa, hace a los pesos y contrapesos del inter-juego de poder; tampoco lo debería ser la existencia del conflicto, ya que su presencia -en la dimensión política- para varios actores le incorpora el ingrediente de “la épica que da sentido”. Básicamente, contribuye a tomar conciencia, a introducir temas en la agenda pública y a generar una visibilidad exponencial de una situación crítica o de una necesidad social, ya que detrás de todo conflicto siempre existe un sentimiento de exclusión. Así también en las relaciones de poder se está utilizando, cada vez con más frecuencia, el conflicto no sólo como búsqueda para cerrar o achicar la brecha de desigualdad (actores sociales), sino para potenciar posicionamientos políticos o establecer sistemas de alianzas exclusivos y expulsivos (actores políticos), como estrategia para llegar o sostenerse en al poder.
Por ello, en el presente de la pandemia, es fundamental observar que es lo que están haciendo los gobiernos con los conflictos. Como los asimilan, cómo los administran y tramitan a partir de lo que develan esos conflictos. La variable del trato a los conflictos debería ser un indicador fiable y necesario, que nos permitiera poder medir el estado de los Estados y en especial del estado de las democracias.
El COVID-19 suspendió, de algún modo o de modo desigual, esta dinámica. Desde que comenzó a expandirse la pandemia se abrieron debates, conferencias, charlas, muchas de ellas con expectativas esperanzadoras basadas en la visibilidad por fin de las injusticias sociales, la pobreza extendida, una brecha social que se transforma en brecha sanitaria y un futuro indubitablemente peor y preocupante para muchos. Se abrieron preguntas: ¿después de la pandemia seremos mejores? ¿El capitalismo cambiará para bien? ¿Podremos vivir juntos desde un enfoque más humanitario y solidario? Respuestas múltiples bajo el gran paraguas de la incertidumbre que, aunque podría parecer ingenuo, representan un soñar con la posibilidad de que lo mejor está por venir, no es menos cierto que es humano mantener la esperanza de que otro mundo es posible. En cualquier caso se nos presenta un escenario inquietante y nos interpela en estas y otras cuestiones trascendentes. Empero, existe también una realidad acuciante que nos lleva a pensar a partir de las variables de la desocupación o precarización laboral, caída de los PBI y la gran recesión global que el horizonte, si bien es incierto, se divisa bastante sombrío.
Volviendo a la conflictividad social y la convulsión en la Región donde en todos los casos las protestas han des-escalado por diversos motivos. Como consecuencia de la violencia institucional, acuerdos circunstanciales sobre episodios y no epicentros[4], o porque los suspendió -o congeló- la aparición del COVID 19, la pregunta que cabría formularse es: ¿qué sucederá cuando retornemos a la nueva etapa de la post pandemia? ¿Hacia a donde vamos o elegimos ir?
El ejemplo que nos brinda Chile nos permite tomar la temperatura de la cuestión ya que, en su gran mayoría, las medidas adoptadas desde las esferas gubernamentales continúan siendo favorables para los intereses empresariales, como si se pudiera enterrar definitivamente la etapa anterior de disconformidades múltiples que con una inusitada represión y, en nombre de preservar los intereses empresariales sectoriales, creen tener asegurado el sustento mínimo para una futura estabilidad política.
Por su parte, este presente que en clave de conflictos latentes se presenta en América Latina podría ser una oportunidad de replantearse esos modos de vincularse desde los gobiernos con los conflictos. Desde la responsabilidad pública, los gobernantes se encuentran impelidos a fortalecer los dispositivos de atención temprana para evitar que recrudezcan los conflictos violentos.
Ahora bien, mientras no cambien los factores (sedimentados) estructurales que dan sentido a la disconformidad, ni se desmantelen los cimientos de la economía que garantizan la concentración de la riqueza, ni de la cultura social del consumo desenfrenado que como pilares sostienen las desigualdades e inequidades, difícilmente desaparecerá y se esfumará la irrupción del conflicto en la escena pública. Generalmente, en contraposición de lo que debiera acontecer para tener una buena práctica por parte del Estado asimilando y procesando los conflictos, es habitual que acontezca lo contrario y se apele, incluso se incremente, la represión social frente a los diferentes modos de acción colectiva. Indefectiblemente con este actuar, posiblemente se logre asegurar una desescalada momentánea de la crisis conflictiva; sin embargo se seguirá calentando la efervescencia social hacia una mayor espiral negativa que, lógicamente, emergerá recrudecida con cargas de violencia al momento de volver a la dinámica del reclamo.
En nuestra Región el derecho de reunirse, de peticionar ante las autoridades, la libertad de expresión y la libertad de expresarse en la vía pública, o sea el derecho a protestar, están previstos en la Convención Americana de Derechos Humanos y el PIDESC. En casi todos los Estados de nuestro continente estos derechos forman parte del bloque de Constitucionalidad, o sea que los tratados internacionales se consideran equiparados en el orden jerárquico normativo con las Constituciones Nacionales o Plurinacionales o que algunos de esos derechos se encuentran definitivamente incorporados a las Ley Fundamental.
Por su parte, en la Argentina el tratamiento de la conflictividad social por parte del Estado ha tenido diferentes etapas, estilos y formas de acción. Hubo épocas donde se criminalizó la protesta sin ningún parámetro de entender que otra racionalidad frente a los conflictos fuera posible. La ecuación ha sido sencilla, desde el poder político se acude a la judicialización y cuando le toca el turno a la interpretación y aplicación de la ley generalmente se inclina más la balanza hacia la tranquilidad pública y el derecho a transitar que hacia el derecho a la protesta que se encuentra inserto en el plexo normativo de los Tratados Internacionales que forman parte del bloque de constitucionalidad conforme el art. 75 inc. 22 de la Constitución Nacional.
A su vez, pese a la plena vigencia de los tratados internacionales de Derechos Humanos en diferentes fallos judiciales -de distintas latitudes jurisdiccionales- en los cortes de ruta/carretera/calle han hecho prevalecer la sanción que impone la legislación penal por encima de toda la normativa del Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
Sin dejar de lado que el vínculo existente entre el actuar del Estado y las modalidades de expresión pública de los actores sociales se tienen que interpretar bajo el prisma de relaciones de poder, es indispensable concebir que existe un vínculo asimétrico cuando el que ejerce el monopolio de la fuerza utiliza y despliega todos los instrumentos a su alcance para imponer sus designios e intereses. El poder judicial y las fuerzas de seguridad, de este modo, se transforman en dos eslabones más de la cadena de funcionalidades.
Para tener la dimensión de esta cuestión es dable considerar lo planteado por Longo y Korol que postularon: “En el núcleo del proceso de criminalización de los movimientos populares, se encuentra la acción cultural dirigida a presentar las batallas por los derechos sociales como delitos y a los sujetos sociales que las promueven como delincuentes[5]”.
Tanto los constitucionalistas Roberto Gargarella[6] como Raúl Gustavo Ferreyra[7] han trabajado las tensiones de principios constitucionales que devienen de la protesta social, el alcance de los derechos, postularon también miradas respecto a la perturbación del espacio público, interrupción de las vías de comunicación y oportunidades para las distintas formas de intervenir del poder público. En esa misma línea hubo un debate exhaustivo que realizaron Raúl Eugenio Zaffaroni y Néstor Pitrola[8], donde se formulan planteamientos acerca del absurdo de la aplicación del art. 194 del Código Penal y de la normativa Contravencional, la inconciencia de los actores de la posible antijuridicidad de sus actos en la protesta.
De manera auspiciosa se ha vislumbrado un reciente cambio de actitud en el nivel nacional con la creación de la Mesa Interministerial de Resolución de Conflictos que se encuentra trabajando en los modos de intervención con respecto a los conflictos territoriales que se llegaran a suscitar con las comunidades indígenas. Allí se tuvo especial énfasis en el objetivo de encontrar soluciones consensuadas y se dispuso que el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) sea el organismo encargado de actuar frente a la aparición de un acontecimiento conflictivo. La experiencia en varios países de la Región indica que en este tipo de iniciativas cuentan con una etapa preparativa donde se postulan las mejores intenciones y, luego, cada quién prosigue con su dinámica inercial. Aquí, para evitarlo y consolidar este nuevo enfoque sería necesario trabajar de modo permanente en la sensibilización, capacitación, e involucramiento de los operadores del sistema.
La pandemia exige el rediseño de políticas públicas.
Dentro de la democracia participativa los conflictos deben procesarse teniendo en cuenta todos los intereses en juego. Un diseño bien planificado interinstitucional e intersectorial, con coordinación de acciones, generado desde los encuadres apropiados para evitar escaladas violentas. No se trata de invocar la democracia consensual cuando lo que definitivamente se busca es mantener el statu quo. Se requiere de una democracia verdaderamente deliberativa donde se co-construyan salidas a la conflictividad en mesas de diálogo que estén abiertas de modo permanente y que impulsen múltiples procesos. Entonces, es imperativo establecer los mecanismos adecuados para que la política recupere su centralidad. Atrincherarse contra aquéllos que bregan por hacer visibles sus necesidades, en pleno ejercicio de sus derechos, no es otra cosa que malgastar crédito democrático.
Lo que se debería predisponer es la solución oportuna a los primeros síntomas de los micro-conflictos asumiendo o poniendo en acción iniciativas efectivas y también promover ámbitos dialógicos de acuerdos básicos que sean preventivos para preservar la integridad y dignidad de las personas que están dando visibilidad a su malestar y, al mismo tiempo ejerciendo el derecho a la protesta.
La etapa que transitamos nos está brindando epifenómenos de malestar social y muchos de ellos no están siendo canalizados por el cauce correspondiente, debido a que no son escuchados y no son atendidos efectivamente, otros transcurren en silencio porque no hay espacios para su debate público. Es aquí y ahora donde sobran las señales de alerta y faltan las respuestas
Como refirió Liliana Carbajal, en estos días hay un consenso en cuanto a que la salida de la pandemia va a ser una salida con fuertísimas tensiones… Esta situación inédita abre espacios de conflicto y tal vez la amplitud de la crisis abre la oportunidad de una transformación en distintos registros. Entonces, los procesos de gestión y transformación de conflictos pueden ser dispositivos a poner en juego, pero, sí y sólo sí se inscriben en un proceso más amplio, integrados en una acción conjunta que haga ciertos los DDHH.[9]
Se trata entonces de trabajar en la profundidad y densidad de los conflictos, en los bordes e incluso “en el afuera” con el respeto al dolor que sufren quienes están en el escenario con una mirada compleja de la situación y la flexibilidad y la adaptación de las herramientas y principios del campo de la gestión constructiva de conflictos en escenarios intensos y disputados, entendiendo los mismos procesos como espacio conflictivo, pero como espacio productor y producente de escenarios más justos.
* Profesor titular de cátedra de Derecho Latinoamericano (CBC-UBA). Profesor Adjunto de Derecho Internacional de los Derechos Humanos (UBA). Director académico del Instituto Latinoamericano del Ombudsman. Presidente del Centro Internacional para el Estudio de la Democracia y la Paz Social (CIEDEPAS).
[1] La expresión alude al texto Junio, Carlos (complilador): Derechos sitiados. Redefiniciones de lo público en la Ciudad de Buenos Aires. Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini (CCC), 2017.
[2] V. Nató, A.-Carbajal, L.”Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Cartagena, Depto de Investigaciones Científicas, Revista Jurídica Mario Alario D´ Filippo, 2012, pp. 31-45.
[3] V. Nató, Alejandro: “Los mass-media en medio del conflicto”, en Nató, Alejandro-Rojas Ríos César: Geografía del Conflicto. Claves para decodificar la confrontación social y política. Editorial Plural, La Paz, Bolivia, 2008. pp.149-176.
[4] Jhon Paul Lederach hace esta distinción donde el episodio representa el hecho conflictivo y el epicentro las causas raigales que dieron vida y origen al conflicto (cuestiones de identidad, cultura, etc)
[5] Longo, Roxana-Korol, Claudia en “Criminalización de los Movimientos Sociales de Argentina” en “Criminalización de la Protesta y los movimientos Sociales” KathrinBuhl y Claudia Korol (orgs.) Rosa Luxemburg-Stifung. Sao Paulo. 2008
[6]Gargarella, Roberto, “El derecho a resistir el derecho”Ciepp-Miño y Dávila Editores. Colección Nuevo Foro democrático, Buenos Aires, 2005. Págs.. 59 y subs.
- “Castigar al Prójimo por una refundación democrática del derecho penal” Siglo Veintiuno XXI Editores, Buenos Aires, 2016 pag. 197 y subs.
- “Carta Abierta a la intolerancia. Apuntes sobre derecho y protesta”. Siglo Veintiuno XXI Editores- Club de Cultura Socialista “José Aricó” Buenos Aires, 2006
-“Democracia hasta el fondo Democracia deliberativa, Protesta Social y Autoridad”. Revista Institucional de la Defensa Pública. Protesta Socia. N 13, Buenos Aires, noviembre de 1917. Pgs. 31 y subs.
[7] Ferreyra, Raúl Gustavo, “Tensión entre principios constitucionales a propósito de los piquetes en la vía pública. ¿Abuso o ejercicio regular de los derechos constitucionales que parecen antagónicos? Revista Institucional de la Defensa Pública. Protesta Socia. N 13, Buenos Aires, noviembre de 1917. Pag. 70 y subs.
-“Los piquetes. ¿Son inconstitucionales? SAIJ: DACF140177. www.infojus.gov.ar 2014
[8] El debate Zaffaroni-Pitrola. “La criminalización de la Protesta social”. Facultad de Derecho. 13 de noviembre de 2007
[9] Carbajal, Liliana: “Paz y DDHH: optimismo y desencanto en contextos de desigualdad sustantiva”, 2º Congreso Latinoamericano de Justicia Restaurativa, Defensoría del Pueblo de Santa Fe y Defensoría Pública de la Defensa de Lomas de Zamora. julio de 2020. (modalidad virtual)