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Revista digital
15.04.2015

NO LIMITAR LA AUTONOMÍA

Debates a 20 años: LA CONSTITUYENTE DE 1994 Y LA AUTONOMÍA PORTEÑA | Por Raúl Alfonsín
La Constitución establece que “la Ciudad de Buenos Aires tendrá un régimen de gobierno autónomo, con facultades propias de legislación y jurisdicción, y su jefe de gobierno será elegido directamente por el pueblo” (art. 129, primer párrafo).
La definición transcripta contiene la totalidad de las características que, universalmente, caracterizan la existencia de un Estado: autonomía y facultades de gobierno, legislación y jurisdicción, y el mismo texto constitucional las caracteriza como “propias”. No debe extrañar, en consecuencia, que durante los debates de la Convención Constituyente de 1994 se haya empleado con frecuencia, para aludir al nuevo ente, la expresión “Estado de la Ciudad de Buenos Aires”. 
Ese Estado no constituye una provincia. Para crear una provincia no hubiera sido necesaria la reforma, sino solo acudir al conocido procedimiento previsto en el art. 13 de la Constitución. La descripción de una figura especial disminuye el valor de cualquier argumento basado en la comparación con el régimen de las provincias.
La interpretación debe partir de la regla constitucional, a la que no puede restringirse sobre la base de argumentos analógicos. En particular, no es admisible que se busque apoyo en disposiciones del texto histórico que no consideraban a esta nueva clase de figura estatal, con el objeto de desvirtuar las cláusulas que regulan específicamente el régimen de la ciudad. La inserción de estas cláusulas en el capítulo referido a los gobiernos de provincia exhibe, asimismo, la voluntad de aproximar el régimen del nuevo ente a esa figura. 
Las diferencias entre la Ciudad de Buenos Aires y las provincias son solamente las que marca el propio texto constitucional, y las que nacen de la facultad conferida al Congreso para sancionar una “ley que garantice los intereses del Estado nacional, mientras la Ciudad de Buenos Aires sea capital de la Nación” (art. 129, segundo párrafo).
Las restricciones provenientes de esta ley deben respetar el principio de que la autonomía es la regla fijada en el art. 129, y su restricción la excepción, que debe justificarse en cada caso concreto: la misión del Congreso se limita a individualizar los intereses del Estado nacional –es decir, las facultades enumeradas en el art. 75 de la Constitución– a ser garantizados en el territorio de la ciudad, y el modo de esa garantía. Las competencias de la ciudad están establecidas en la Constitución, y comprenden la totalidad de los atributos del poder estatal.
Todos los poderes locales de la Ciudad de Buenos Aires (de gobierno, de jurisdicción y de legislación) que no entren en colisión con los intereses del Estado nacional han de ser ejercidos por las autoridades de la ciudad. Toda restricción adicional es contraria a la Constitución.
 
 
Historia política de la cláusula
 
El actual régimen constitucional de la ciudad tiene origen en una confluencia. 
Por una parte, la reivindicación por la Unión Cívica Radical, a propósito de la Ciudad de Buenos Aires, del principio democrático: la voluntad del pueblo constituye el único origen legítimo de la autoridad del Gobierno. Como tal, el partido que presido planteó ese reclamo en el proceso de elaboración de los acuerdos políticos de los que resultó la reforma constitucional.
Por la otra, la coincidencia del actual presidente de la Nación con aquel principio, cuando en su calidad de presidente del Partido Justicialista, proclamó públicamente su acuerdo en reconocerle autonomía a la ciudad, haciendo de ella “una verdadera provincia”.
Todas estas discusiones no habrían existido si la Constitución hubiera excluido la posibilidad de que la Ciudad de Buenos Aires cuente con un Poder Judicial. Si esa exclusión existiera, carecería también de sentido la cláusula transitoria decimoquinta, cuyo cuarto párrafo regla el nombramiento y remoción de los jueces de la Ciudad de Buenos Aires durante la transición.
Llama la atención el esfuerzo de presentar como interpretación de la regla constitucional lo que constituyó la pretensión –desechada– de fijar una norma más restringida. La expresión “facultades de jurisdicción” (art. 129, primer párrafo) tiene un único alcance posible: decir el derecho mediante los órganos judiciales. 
Por otra parte, no existe justificación alguna para negar al pueblo de la Ciudad de Buenos Aires la facultad de estar representado en un poder del Estado, y asignar esa facultad a terceros.
En consecuencia, no solo es constitucionalmente posible, sino que es obligatorio reconocer jurisdicción a la ciudad y transferirle funciones judiciales. “Jurisdicción” equivale a “jurisdicción judicial”, pues la “jurisdicción administrativa” está incluida en la noción de “gobierno”. No viene al caso discutir si la Ciudad de Buenos Aires es o no una provincia: las atribuciones jurisdiccionales surgen en forma directa y literal del art. 129, contra cuyo texto no se puede argumentar a partir de generalidades.
La preexistente regla del art. 67, inc. 11 (hoy 75, inc. 12), que se refiere a las jurisdicciones “locales” y no menciona expresamente a la Ciudad de Buenos Aires, debe ser leída a la luz de lo dispuesto en el art. 129 y la disposición transitoria decimoquinta. De otro modo, la cláusula sancionada en 1860 derogaría a la establecida en 1994.
Por otra parte, tampoco esa cláusula fue obstáculo, durante casi un siglo, para admitir jurisdicción local en la Ciudad de Buenos Aires (cfr. ley 1893, títulos III, IV y V), a pesar de que no existía un status constitucional especial para ella. Hasta la sanción de la ley 13.998 los jueces “de la Capital” no fueron considerados jueces “nacionales” por la doctrina de la Corte Suprema, y el art. 67 inc. 11 no fue impedimento para la existencia de esos tribunales.
 
 
Transferencia
 
La disposición transitoria, decimoquinta, párrafo cuarto, permite a la Nación transferir órganos judiciales a la Ciudad de Buenos Aires. Por implicancia, la misma cláusula obliga a ésta –y la ley debe explicitar esa obligación– a respetar el status de inamovilidad de los magistrados que desempeñen esos órganos, si es que pasan a desempeñar funciones en ella.
Sobre la cuestión de la transferencia cabe todavía hacer algunas precisiones. La primera se refiere a la diferencia que existe entre funciones estatales, órganos que la desempeñen y personas que las ejercen. La obligación constitucional de transferir funciones de justicia no impone la transferencia de los órganos ni, decidida esa transferencia, impone un destino a los jueces.
Por ello, la primera cuestión a decidir se vincula con decisiones del Estado nacional sobre la cantidad de órganos judiciales que ha de retener, en orden al mejor desempeño de las funciones que conserva.
En cuanto a los magistrados, es conveniente establecer un régimen que tenga en cuenta las preferencias vocacionales, de modo que quienes desempeñan funciones judiciales al servicio de la Nación puedan optar entre mantener su relación con ese Estado, con distinta competencia, o seguir realizando la misma tarea, al servicio de la Ciudad de Buenos Aires. En cualquier caso, su estabilidad debe ser garantizada, como mínimo, en los términos en que lo hace la Constitución Nacional.
La segunda se relaciona con las modalidades de la transferencia. La diferencia entre la actual justicia “en lo federal” y los restantes órganos no coincide con la que ha de correr entre justicia de la Nación y de la Ciudad de Buenos Aires, lo que hace desaconsejable toda decisión que no venga precedida de un análisis previo de recursos y requerimientos.
Además, la complejidad e importancia de las funciones judiciales obligan a un minucioso análisis, y hacen necesario que la Ciudad de Buenos Aires, una vez que se haya constituido como ente estatal y tenga establecida la organización básica de su sistema judicial –lo que comprende decisiones acerca de los órganos de máximo grado y la distribución de competencia por materias– pueda actuar como parte de esa transferencia y en la elaboración de un cronograma adecuado.●