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Revista digital
REPENSAR
22.05.2017

CONCEPTO Y VALOR DE LA DEMOCRACIA EN NUESTRA ÉPOCA

Por Horacio D. Rosatti
Este artículo es transcripción textual de los Fundamentos escritos por el Dr. Horacio Rosatti –convencional por Santa Fe en la Convención Nacional Constituyente de 1994- al presentar un Proyecto de Reforma proponiendo que en eventuales casos de usurpación del poder por la fuerza, sedición o subversión, se los considere delitos de traición a la patria, imprescriptibles y no amnistiables. PensarJusBaires rescata así uno de los mejores aportes político-jurídicos entre los tantos que han quedado archivados en las Actas y Memorias de la Convención Constituyente de 1994. Actualmente el Dr. Rosatti es Juez de la Corte Suprema de Justicia Nacional.
  1. CONCEPTO Y VALOR DE LA DEMOCRACIA EN NUESTRA ÉPOCA.

 La democracia política se valida contemporáneamente por la pretensión de alcanzar, mantener y reproducir la lógica del sentido común. Como este paradigma no pertenece al reino de las llamadas ciencias exactas, aquellas que no pueden alojar simultáneamente dos o mas “verdades” contrapuestas sobre un mismo problema, que afirman o niegan con contundencia e insospechabilidad (aunque algunas contundencias e insospechabilidades científicas de ayer sean objeto de sarcasmo hoy), su percepción es dificultosa.

 En primer lugar, porque las manifestaciones del sentido común no revisten una forma inmutable en el tiempo (tienen “historicidad”); y, en segundo lugar, porque su mensurabilidad (los “grados” o “niveles” del sentido común) es considerablemente más compleja y menos concluyente que la de1 ámbito físico-matemático. Si nos preguntamos sobre la vinculación existente entre democracia y sentido común, será posible encontrar dos respuestas: o es éste el que la genera, como proyección institucional de su desenvolvimiento lógico, o es aquella (la democracia) la que, al propiciar un ámbito de debate y reflexión, produce respuestas sensatas y razonables.

 Desde el punto de vista de la democracia, queda planteada la cuestión misma de su definición: ¿se trata de un consenso sobre valores o de un consenso sobre procedimientos? Dicho de otro modo; ¿es el consenso sobre valores el que genera un acuerdo sobre procedimientos para realizarlos, o es este último consenso (sobre los métodos) el que va definiendo prioridades históricas que se asumen como valores?

 La primera respuesta (democracia como “forma de vida”) remite a las palabras de Pericles:

 “Por estas cosas y otras muchas, podemos tener en grande estima y admiración ésta nuestra ciudad, donde viviendo en medio de la riqueza y suntuosidad, usamos de templanza y hacemos una vida morigerada y filosófica; es a saber, que sufrimos y toleramos la pobreza sin mostrarnos tristes ni abatidos y usamos de las riquezas más para las necesidades y oportunidades que se pueden ofrecer que para la pompa, ostentación y vanagloria. Ninguno tiene vergüenza de confesar su pobreza pero tiénela muy grande evitarla con malas obras. Todos cuidan de igual modo de las cosas de la república que tocan al bien común, como de las suyas propias; y ocupados en sus negocios particulares procuran estar enterados de los del común. Sólo nosotros juzgamos al que no se cuida de la república, no solamente por ciudadano ocioso y negligente sino también por hombre inútil y sin provecho. Cuando imaginamos algo bueno, tenemos por cierto que consultar y razonar sobre ello no impide realizarlo bien, sino que conviene discutir cómo se debe hacer la obra antes de ponerla en ejecución. Por esto en las cosas que emprendemos usamos juntamente de la osadía y de la razón, más que ningún otro pueblo, pues los otros algunas veces, por ignorantes, son mas osados que la razón requiere, y otras, por quererse fundar mucho en razones, son tardíos en la ejecución”[1].

 La segunda respuesta (democracia como “forma de gobierno”) remite a la técnica de gestión de la cosa pública y a los mecanismos de participación de la sociedad en un Estado concebido como organización. Para esta concepción, que describe Claude Lefort, “el rasgo revolucionario y sin precedentes de la democracia (es que) el lugar del poder se convierte en un “lugar vacío”. Inútil insistir sobre los detalles de1 dispositivo institucional. Lo esencial es que este veda a los gobernantes la aprobación, la incorporación del poder. Su ejercicio está sometido a una puesta en juego periódica, a través de una competencia que obedece a reglas cuyas condiciones están preservadas de manera permanente. Este fenómeno implica una institucionalización del conflicto. Vacío, inocupable -tal que ningún individuo y ningún grupo puede serle consustancial-, el lugar del poder se muestra sin imagen. Sólo son visibles los mecanismos de su ejercicio y los hombres, simples mortales, que ejercen la autoridad política (...). La democracia se revela así como la sociedad histórica por excelencia, la sociedad que, en su forma, recibe y preserva la indeterminación. Lo esencial, a mi juicio, es que la democracia se instituye y se mantiene en la 'disolución de las referencias de la certidumbre”[2].

 Las dificultades en la percepción del sentido común social explican el amplio campo de opinabilidad que generan las actitudes políticas, en un arco de posibilidades que se extiende desde la adhesión sin límites al magnicidio.

Existe, sin embargo, un espacio de censura automática, de rechazo racional y, a la vez, visceral: cuando se experimenta esta sensación, una especie de náusea social, puede diagnosticarse la presencia cercana de la irracionalidad.

 

  1. EL CAMINO DE LA DEMOCRACIA HACIA EL AUTORITARISMO (La irracionalidad política)

 En política, lo irracional no es aquello que no entiendo, menos aún lo que no comparto (aquello con lo que no estoy de acuerdo). La irracionalidad política es la intolerancia[3]. Una intolerancia que se “mide” con el parámetro de reglas de juego que proponen: en lo procesal, ampliar cuantitativa y cualitativamente los mecanismos de participación, afirmando las decisiones en el principio de la mayoría (con consideración y valoración del pensamiento minoritario) y, en lo sustancial, disminuir progresiva y sostenidamente las desigualdades socioeconómicas y culturales existentes en la comunidad (dicho de otro modo: lograr la efectiva “igualdad de oportunidades”) favoreciendo el desarrollo articulado de las potencialidades creativas de la población.

 Los brotes de irracionalidad política no son patrimonio exclusivo de los argentinos, aunque en algunas ocasiones se crea de buena fe en ello (tal vez esto se explique por el sentido dramático que de la política tenemos, según Massuh, los argentinos)[4], o en otras se nos quiera hacer creer -de mala fe- que en los demás países “es distinto” (¿hace falta reiterar los ejemplos contemporáneos del maccartismo, el Ku-Klux-Klan[5], el nazi-facismo, el apartheid[6] y tantos otros, para demostrar la falacia de lo anterior?); o, peor aún, cuando se asimila, manifiesta o veladamente, a la irracionalidad con lo popular (el sesgo peyorativo de la expresión 'populismo' obedece a este prejuicio ) .

 La irracionalidad política, entendida como intolerancia, se vincula con la incapacidad de asumir con madurez la realidad social. Hay seres humanos (en rigor, en algún momento, “todos”) que necesitan apelar constantemente a los símbolos para “acomodar” las dimensiones de su mundo a las del mundo real: se trata de los niños.

 Las investigaciones de Piaget sobre la conducta infantil le llevaron a concluir que el niño recurre al “juego simbólico” buscando “la asimilación de lo real al “yo”, sin coacciones ni sanciones”[7], puesto que el proceso inverso (la adaptación del “yo” a una realidad “adulta” “cuyos intereses y reglas siguen siéndole exteriores y a un mundo físico que todavía comprende mal”)[8] lo carga diariamente de frustraciones. Agrega Piaget: “Puede estarse seguro, las cosas, también, de que si el niño tiene miedo de un perrazo, las cosas se arreglarán en un juego simbólico, en el que los perros dejarán de ser malos o los niños se harán valientes”[9].

 El hombre adulto no tiene -como el niño- el escape cotidiano del “juego simbólico”: tiene que afrontar e intentar resolver los problemas que le presenta la realidad. Pero cuando, “en vez de enfrentarse con las dificultades de la madurez, el individuo retorna a lo anterior, a las formas menos integradas de resolver los conflictos ..., la regresión perpetúa la influencia del pasado y ayuda a explicar la existencia siempre presente del peligro de la violencia. La disolución de la unión de los instintos abre la puerta a la pérdida de los controles internos sobre la agresividad y al retorno a estadios menos socializados del pasado”[10].

 En términos políticos, ese “retorno al pasado” adquiere en la Argentina -además de una significación cultural negativa- una significación histórica igualmente negativa. Es el retorno al autoritarismo que dominó desde 1930 a 1983 -con contados interregnos constitucionales- la escena política nacional. De este modo, este caso como en muy pocos, la historia argentina puede ilustrar suficientemente lo que significa “volver al pasado”; ni más ni menos que retrotraernos a la agresividad.

 

  1. EL CAMINO DESDE EL AUTORITARISMO A LA DEMOCRACIA (los dilemas de la transición).

 Cuando se habla de la transición política entre el autoritarismo y la democracia, queda automáticamente planteado “quién” y “sobre qué bases” determinará el límite de tolerancia (en términos de intensidad y perdurabilidad) que aceptará el sistema de convivencia a construir para todas aquellas conductas residuales del viejo régimen. Dicho de otra manera, de lo que se trata es de establecer cuándo una conducta será considerada como “rémora inevitable” del régimen anterior (y en tal sentido, como “rémora” y como “inevitable” será absorbida por el sistema) y cuándo será tomada como un intento premeditado y reaccionario para volver a algo que se rechaza.

 El problema es extremadamente complejo, porque -en tanto “fase intermedia”- la transición no afirma, por definición, los claros y oscuros propios de los extremos que separa. Para decirlo con la metáfora de Delich, la transición no es como la cuerda que une las márgenes de un río caudaloso para asegurar el traslado de las barcazas; cuerda que, por ser una entidad distinta (del mismo modo que las orillas o la barcaza), podría ser cortada “una vez la travesía cumplida y dejada atrás para siempre jamás la orilla maldita de las dictaduras”[11].

 En un sistema autoritario, las reglas sobre lo permitido y lo prohibido son claras: en la democracia, aunque los contenidos estén en constante revisión, también. Pero si bien esto es cierto, debe también recordarse que la transición no sólo es una “fase intermedia” sino un “paso de un estado a otro”, y lo que distingue ese “paso” es la dirección que toma, del mismo modo que la experiencia diaria enseña que si bien la distancia a recorrer es la misma, no es igual subir una escalera que bajarla. Se trata del trayecto que parte del autoritarismo para dirigirse a la democracia, de modo que el imaginario de la transición (sea esta “acordada”, “controlada” o “revolucionaria”)[12] se construye a partir de la convicción de que el proceso debe tratar de ser “cada vez menos autoritario” para ser “cada vez más democrático”.

 En función de esta percepción, es posible reconocer dos estrategias:

 - La que considera que en el proceso de transición a la democracia debe rechazarse toda rémora autoritaria (o cuanto menos toda rémora autoritaria que provenga o se identifique con el grupo gobernante anterior), porque no hay “rémoras inocentes” y porque la democracia se fortalece asumiendo y no silenciando los conflictos, del mismo modo que el cuerpo humano se inmuniza asumiendo y combatiendo a los agentes patógenos;

 - La que considera que en la transición a la democracia se deben seleccionar y jerarquizar los conflictos, asumiendo algunos y refractando otros, para no malograr todo el proceso y refractando otros, para no malograr todo el proceso en un combate desgastante. La imagen médica aquí utilizada es la del proceso fisiológico del ser humano: “la democracia de transición es un sistema en ciernes, frágil, infantil, inmaduro. y como tal no está preparado para enfrentar un contexto agresivo, recalentado por las lógicas exigencias sociales postergadas que mezcla rémoras del pasado con demandas razonables del presente, del mismo modo que un niño de cuatro años no está en condiciones de sobrellevar los rigores de una “vida adulta[13].

 Cualquiera sea la estrategia por la que se opte o la que impongan las circunstancias, lo cierto es que la cuestión del “quien” y del “qué” planteada más arriba habrá de presentarse en forma insoslayable: ¿quien y sobre qué bases habrá de decidir sobre lo permitido y lo prohibido en la transición?

Al primer interrogante (el “quien”) podrá responderse: el gobierno de turno, que es quien conduce la transición o bien la sociedad en su conjunto, dado que de su futuro se trata.

 Nos inclinamos por esta segunda respuesta, elección que conlleva la necesidad de multiplicar los canales participativos como medio conducente para conocer la opinión de la gente. Y respecto de lo segundo (el “que”): ¿habrán de consultarse sólo algunos temas, para no sobrecargar de exigencias a una sociedad aún confundida? ¿O es mejor manejarse con la “agenda abierta”? También nos inclinamos por la segunda alternativa, lo cual supone la convicción de que la adultez se logra con la experiencia (y por tanto, también con el error).

 

  1. LO QUE SE PIERDE CUANDO SE PIERDE LA DEMOCRACIA

 Quien contribuye a interrumpir el orden constitucional democrático cualquiera sea su grado de participación (circunstancia que interesará al juez penalista pero no al analista político) realiza algo mucho más serio que quebrar un orden jurídico o una tradición establecida. Lo que hace, en realidad, es apartarnos de un camino de racionalidad política que nos permite construir nuestras preferencias, nuestras prioridades, nuestro estilo de vida colectivo.

 El sistema democrático, con sus reglas de participación y su mecanismo de obtención de resultados y de conformidades (aun y fundamentalmente para quienes no comparten el punto de vista de la mayoría) es un ámbito que -como ningún otro- nos permite construir con el otro, reconocer nuestros desaciertos o valorar nuestras propias opiniones (según sea el resultado de nuestro test con el otro).

 Si el sistema se interrumpe, no seré partícipe (co-partícipe en realidad) de las decisiones públicas que me involucran. No conoceré otros argumentos expuestos en libertad ni los otros conocerán los míos, con lo cual mis pareceres y los otros pareceres se verán devaluados. Más aún, por falta de refutación tenderé a encerrarme en mis propios puntos de vista y lo mismo ocurrirá con mi prójimo. Me negaré a aceptar otras opiniones que, por no haber sido contrastadas con las mías, pretenderán imponerse o, peor aún, pretenderé imponer mi voluntad sobre los que piensan diferente.

 Si el sistema democrático se interrumpe se suspende también el mecanismo común de obtención de conformidades (aun y principalmente para los que no están de acuerdo con el punto de vista mayoritario). La regla misma de la mayoría quedará subvertida porque ella es producto de la previa participación libre

 La devaluación personal que un habitante sufre cuando se interrumpe el sistema aceptado de consenso político no puede compararse con la pérdida que experimenta la comunidad en la que vive. Porque aquel puede refugiarse en su “vida interior” (familia, amistades o hobbies) y procurar su enriquecimiento personal por esas vías. Pero la sociedad en la que vive no tiene un camino alternativo similar. La pérdida de la democracia golpea directamente sobre el tejido conectivo que conforma una comunidad, rompiendo los lazos de la solidaridad para reemplazarlos por la singularidad del altruismo épico o por un sistema de beneficencia.

 Aceptada la necesidad colectiva de preservar el valor epistemológico de la democracia, cabe no obstante preguntare: ¿tiene sentido formular una defensa normativa de la vigencia de la Constitución en su propio texto?

 ¿Qué valor disuasivo podrá tener una cláusula jurídica frente a la ambición del autoritarismo?

 Con la relatividad del caso, que es la relatividad propia de lo jurídico, consideramos que una cláusula de defensa del orden constitucional en el propio texto de la norma jurídica fundamental es lógica y conveniente.

 La inclusión es lógica porque cierra un circuito de “completitividad”, en la medida en que, con la reforma propuesta, la Constitución contendrá -desde la perspectiva que analizamos- tres tipos de normas: las normas que dicen que está permitido, exigido o tolerado y que esta prohibido; las normas que dicen cómo hay que cambiar esta trama de lo lícito y lo ilícito (mecanismo de la reforma constitucional) y las normas que dicen qué ocurre si se modifica el primer tipo de normas sin seguimiento o del segundo tipo de normas.

 La inclusión es también conveniente porque no deja la hipótesis de violación sin previsiones, impidiendo que ello sea materia de negociación entre el usurpador y quienes habrán de sucederlo. Reafirma, a su turno, el excelente precedente moral que constituyó el juzgamiento a la cúpula de las fuerzas armadas que usurparon el poder desde 1976 a 1983 por parte del gobierno constitucional asumido en ese último año.

 

 

 

[1] Extraído de Tucídides. Historia de la guerra del Peoponeso, libros II y VII, y citado por Orlandi, Héctor Rodolfo, Democracia y poder. Polis griega y Constitución de Atenas, Editorial Pannedille, Buenos Aires, 1971, páginas 184 y 185.

[2] Citado por Sigal, Silvia y Verón, Eliseo, Perón o muerte, Editorial Legasas, Buenos Aires, 1986, páginas 234 y 235.

[3] Lipset, Seymour Martín y Raab, Earl, La política de la sinrazón, Editorial Fondo de Cultura Económica, México 1981, traducción Juan José Utrilla, página 19.

[4] Massuh, Víctor, La Argentina como un sentimiento, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1983, página 19

[5] Lipset, S. y Raab, E., op. Cit.

[6] Luckacs, Georg, El asalto a la razón. La trayectoria del irracionalismo desde Schelling hasta Hitler, Editorial Grijalbo, México, 1984, traducción Wenceslao Roces.

[7] Piaget, Jean e Inhelder, Barbel, Psicología del niño, Editorial Morata, Madrid 1984, traductor Luis Hernández Alfonso, página 65

[8] Idem.

[9] Idem, página 67

[10] Roazen, Paul, Freud y su concepción político-social, Editorial Quintaria, Buenos Aires, 1971, traducción Jorge Olivella, página 23.

[11] Delich, Francisco, La construcción social de legitimidad política en procesos de transición a la democracia (I), en Crítica y utopía, Buenos Aires, mayo de 1983, Nº9, página 31.

[12] Idem, página 32

[13] Empleamos la terminología médica porque es una de las preferidas por los políticos para metaforizar sus mensajes. No se nos escapa la manipulación que sobre la supuesta salud y enfermedad de la sociedad ha realizado el régimen autoritario argentino de 1976-83 para vindicar su conducta. Sobre esto: Delich, Francisco, La metáfora de la sociedad enferma, en Crítica y utopía, Buenos Aires, noviembre de 1983, Nº10/11, página 11 y siguientes.

 

Nota de edición: texto copiado de “Obra de la Convención Nacional Constituyente 1994 ” Tomo II pags. 1668 a 1672